“Re-calculando ruta.”
Me maldije a mí mismo. Había pasado de largo la
última salida y no veía ningún retorno cercano, quería llegar antes de que
terminara de caer la noche pero todo parecía indicar que no sería el caso. El
GPS hizo un pequeño ruido, indicando que había encontrado una nueva ruta.
“En cinco kilómetros, de vuelta a la derecha.”
* * *
“¡Pedazo de mierda!” Antes de detenerse por
completo, del escape del carro se escucharon unos fuertes tronidos y el
vehículo tembló violentamente. Ya desde hace algunos kilómetros de distancia
temía que pasara algo así, desde que escuché un traqueteo en el motor y
percibido los espasmos del carro, pero no había tenido opción más que continuar
esperando llegar al siguiente pueblo para no quedar varado en medio de la nada.
Suspirando, bajé del coche y abrí el cofre para evaluar los daños.
Inmediatamente se abalanzó sobre mí una onda de humo y un fétido olor a aceite
quemado se impregno a mis fosas nasales. Tosí y retrocedí un paso para permitir
que el humo se dispersara; al apearme de nuevo me puse a evaluar los daños.
No soy ningún mecánico, pero sé lo suficiente para
saber cuando tengo problemas, y en ese momento los tenía. Me apoyé contra el
viejo Pontiac y contemplé mis circunstancias: alejado del camino principal y en
uno totalmente desconocido y desolado, sin batería en el celular, y sin poder
reparar mi coche. Claramente en problemas.
Tomé un cigarrillo y en el tiempo que me tomó
fumármelo medité sobre qué es lo que convendría hacer. Quedarme en el coche a
esperar ayuda no era opción; desde que había salido de la carretera el camino
se había vuelto más y más difícil, las calles pavimentadas habían dado paso a
un camino rocoso y finalmente a terracería. No había visto pasar un solo carro,
sólo mi propia terquedad y mi fe en el GPS me habían empujado a continuar.
Tampoco estaba familiarizado con el área y la noche ya había caído, oscureciendo
el resto del camino como la boca de un lobo.
En la lejanía, un destello momentáneo captó mi
atención. Entorné los ojos y me concentré en ella hasta que la volví a ver;
algo había adelante, aunque no podía asegurar de qué se trataba. Sin embargo,
era algo y con ello me tendría que conformar. Tiré la colilla y la aplasté
contra el piso usando la suela de mi zapato. Mejor comenzar a caminar de una
vez.
* * *
Una cosa curiosa ocurre cuando uno camina a un
destino sin punto de referencia. Algo que parece estar cerca en realidad toma
considerable tiempo alcanzarse, hasta que uno se queda con la impresión que
aquello incluso se está alejando. No me pareció que me tomaría tanto tiempo alcanzar
aquel destello, el cual ahora podía ver con más claridad, pero debió estar a
gran distancia para el tiempo que me tomó llegar a él.
Al estar ya cerca de mi destino casi tropiezo con una
vieja cerca a orillas del camino, la cual delimitaba la entrada a una granja.
Dentro, había una casucha burdamente construida de la cual provenía mi luz
guiadora: se trataba de un quinqué, el cual con su cálida luz me invitaba a
entrar. Respiré aliviado, feliz de haber encontrado un vestigio de
civilización.
En la oscuridad no pude encontrar la puerta de
entrada en la cerca, por lo que simplemente la salté; me dirigí a la casa, pero
alguien en el interior debió haberme oído porque escuché a alguien maldecir y
salir apresuradamente.
“¡Eh! ¡Eh! ¿Quié’
va a’i? ¡Qui le disparo, juro por Dios, qui
le disparo!” En la silueta de mi interlocutor podía ver un arma, larga y
apuntada en mi dirección. Alcé las manos inmediatamente y juré mis buenas
intenciones, pero aquel hombre no bajó el arma hasta que se hubo acercado a mí,
apoyando el cañón en mi pecho. “¿Y qui hace
acá? ¿Será quiri mia gallina? ¡Un ladrón, será, un ladrón!”
Intenté explicarle atropelladamente mi situación,
sudando copiosamente. Ahora que estaba más cerca de mí podía verlo con mayor
claridad, la suave luz del quinqué me permitían ver que se trataba de un señor
de edad avanzada, con grandes arrugas en su curtida piel, producto de una vida
vivida bajo constantes trabajos al sol. No debía haberse rasurado en algún
tiempo, su gran barba cubría buena parte de su cara.
No fue fácil convencerle de mis buenas intenciones,
y aunque eventualmente bajó el arma no dejó de mirarme con recelo. Negó tener
un teléfono, y cuando le supliqué al menos me dejara pasar la noche sólo
accedió permitirme hacerlo en el establo, fuera de la casa. Realmente no tenía
muchas cartas a mi favor, y cuatro paredes y un techo eran mejor que permanecer
a la intemperie o intentar volver al coche a oscuras, por lo que accedí.
El ‘establo’ acabó siendo poco más que un
cobertizo, en donde albergaba tan solo una única vaca, flaca y vieja, que
dormía. Entré al pequeño espacio e inspeccioné el lugar, en una esquina
encontré un poco de paja apilada y me dispuse a acostarme en ella. Aquello
tendría que ser suficiente para al menos pasar la noche.
El viajo me miraba de forma curiosa desde la entrada. A pesar de que no sentía
el menor sentimiento de simpatía hacia él, me obligué a agradecerle, pero no
respondió. Sin decir palabra, cerró la puerta del establo, dejándome en la oscuridad sin nada más que el sonido de
los grillos en la distancia. Bostezando, me acosté y contra lo que había
pensado caí dormido casi inmediatamente, sin saber que aquel se convertiría en
mi hogar durante un largo tiempo.
* * *
No tengo idea qué hora era cuando desperté.
Debía ser temprano puesto que la oscuridad aún gobernaba afuera, pero
los brazos entumecidos me decían que llevaba horas dormido. Lo que me despertó
fue el ruido del cobertizo abriéndose; en la oscuridad distinguí a mi
anfitrión, arma en mano.
“¿Qué pasa…?”
“¡CÁLLA!” La intensidad de su grito me terminó de
despertar. Me quedé aturdido mientras él entraba dando largas zancadas, apuntando
su arma en mi dirección. “Qui sé la tomaste, la tienes, sí que lo tienes, pero
me lo vas a dar, me lo vas a dar.” Sus palabras no tenían sentido alguno para
mí, pero lo único que me importaba era el arma que blandía de forma descuidada;
aquel hombre estaba claramente perturbado y no iba a ponerme a discutir con
alguien armado. Tropezándome, comencé a retroceder mientras él avanzaba hasta
que me vi arrinconado entre la escopeta y la pared.
“¿Dónde esti?
¿Dónde? ¡Esti en ti, sé que esti in ti!” Me acusaba de un crimen
desconocido. Intenté preguntar a qué se refería, qué cosa era aquello que él
creía que yo tenía, pero el hombre se limitaba a repetir esas y otras palabras
sin aparente conexión. En un intento por apaciguarlo vacié las bolsas de la
chamarra y el jeans, mostrándole que
no tenía nada en ellas fuera de las llaves del coche, una cajetilla de cigarros
medio vacía, un encendedor, mi cartera y el móvil sin batería. Sin dejar de
gritar me propinó un manotazo, lanzando aquellos utensilios de mis manos y
esparciéndolos en el piso oscuro; acto seguido, con la mano que no agarraba el
arma intentó quitarme la chamarra. El arma ahora estaba a escasos centímetros
de mi rostro, el cañón estaba tan cercano a mí que decidí dejar de poner
resistencia, no fuese a ser que un movimiento en falso hiciera que una bala
saliera disparada. Acabó quitándome la chamarra con un poco de cooperación mía,
pero no se vio satisfecho con ello.
“Lo escondes, si
que lo escondes en alguna parte y mi
vas a mostrar, claro que sí. ¡Muistrame
dónde, hijo de perra!” A momentos se volvía más violentos, a momentos se
calmaba. Me asustaba la manera en que podía pasar de un estado de ánimo al otro,
especialmente cuando con el cañón comenzó a alzarme la playera. Entendí sus
intenciones de desnudarme para inspeccionarme por completo por lo que decidí
adelantarme a sus órdenes y yo mismo me ofrecí a hacerlo en un intento
desesperado por apaciguarlo; me permitió retroceder un paso para alzarme la
playera, quitarme el cinturón y bajarme los jeans
de mezclilla.
Vestido ahora solamente con nada más que unos bóxer
holgados alce los brazos a los costados, mostrando que no tenía nada que
ocultar. No por ello dejó de apuntarme, pateando las ropas en el suelo buscando
algo que no iba a encontrar; insatisfecho, me indicó que me bajara también la
ropa interior.
Aquello se estaba volviendo ridículo. Había llegado
ahí buscando ayuda y sólo había encontrado un viejo paranoico que me amenazaba
e insultaba, sabía que no debía molestarle pero estaba llegando al límite de mi
paciencia. Apretando la mandíbula, me bajé el bóxer, exponiendo mi miembro
flácido ante él. Alce una vez más las manos al aire y di una media vuelta en mi
lugar, incapaz de disimular mi disgusto, pero cuando le daba la espalda a aquel
hombre sentí un fuerte golpe en la parte trasera del cráneo, propinado con la
culata del arma. Caí desvanecido al instante.
* * *
Desconozco el número de horas que pasé inconsciente,
volver al mundo de los vivos fue un proceso paulatino; veía imágenes borrosas y
confusas, por un momento me pareció que el suelo del establo, pegado a mis
mejillas, se movía hasta que comprendí que yo era quien estaba siendo
arrastrado. Cerraba los ojos, los volvía a abrir, y sentía que estaba siendo
abrazado desde muchas direcciones, un abrazo que me impedía moverme con
libertad. Al momento siguiente,
alzaba la cabeza con dificultad y veía a mí alrededor el establo, sin más
compañía que la vieja vaca a mi izquierda. Podía ver a través de la vieja
madera que en el exterior ya había salido el sol.
A partir de ese momento comencé a estar más
consciente de mis alrededores. Intenté alzarme pero no podía moverme; moví la
cabeza en lo posible y sólo así pude ver mis ataduras. Me encontraba a cuatro
patas en el sucio suelo de ese viejo cobertizo, afianzado del cuello a un
tablón de madera que sólo me permitía mover con trabajo para mirar alrededor.
Debía estar similarmente atado de los pies a un pedazo de madera para
mantenerlos a una distancia fija, puesto que no podía juntarlos o separarlos, y
así también de las manos, apoyadas las palmas contra el suelo sin que se me
permitiera levantarlas. Seguía desnudo, como había estado antes de ser atacado.
Con esfuerzos grité, primero débilmente y poco a poco con más fuerza. Gritaba
por ayuda, a pesar de saber que no había ninguna otra vivienda en los
alrededores. Mis alaridos, sin embargo, sí llegaron a llamar la atención de
alguien: entró empujando violentamente la puerta, y apenas me dio tiempo de
insultarle y exigirle que me soltara antes de que me callara con una gran
bofetada.
“¡CHATA! ¡MALA CHICA! ¡No quiro volvir a escucharte
dando esos horriblis bramidos! ¡Y dispués de lo preocupado qui estaba por ti!” Me quedé atónito
ante lo que escuchaba. Desde un inicio había sospechado que aquel viejo
granjero no estaba del todo bien de la cabeza, pero esto era un nuevo nivel de
locura. “¡Ah! No sabes lo feliz qui
me puso haberte rescatado de ise mal
hombre... me alegra tanto volver a tinerte
conmigo... no sabes cuánto ti
extrañe...” sus ojos se comenzaron a nublar por las lágrimas. ¿Lloraba por una
vaca muerta? ¿Acaso creía que yo era su maldita vaca? Furioso, no pude contenerme
más.
“¡Pedazo de mierda, te voy a partir la cab-!” La
mirada del anciano cambio al instante en que abrí la boca y me propinó un azote
más antes de que pudiera acabar la frase. Sus ojos, antes enternecidos, se
transformaron en hielos. Comenzó a azotarme la cara con su palma desnuda, y
ante mis gritos de dolor e insultos no hizo más que pegarme con más fuerza. No
paró hasta que paré de maldecir, limitándome a gritar.
“No si de
dónde has aprendido a bramar de isa
forma tan fea, Chata, ¡¡pero NO MI
GUSTA!! ¡Vas a volver a sir una chica
buena, ¡sí señor! ¡Como solías ser!” Deje caer la cabeza, cansado. Las mejillas
me ardían como si estuviesen encendidas, no me atrevía a decir otra palabra por
aversión a ser golpeado nuevamente.
Los pies del hombre desaparecieron de mi campo de
visión, sólo para volver unos momentos más tarde. El viejo me tomó del cabello,
alzando mi cabeza y mostrándome una herramienta formada por tiras de cuero
entrelazadas; antes de que supiera de qué se trataba, comenzó a pasarme aquella
herramienta por mi cabeza sin mucha dificultad, ajustando las tiras para
acomodarlo a la forma de mi cabeza. Una de esas tiras fue colocada en mi boca,
y al apretarla se vio forzada al interior de mi boca y contra las comisuras de
mi boca, obligándome a entreabrir la boca. La tira aprisionaba mi lengua, limitando
su movimiento e impidiéndome alzarla. Desesperado, olvide por completo mis
intentos de permanecer en silencio para evitar molestarlo más e intenté
protestar, pero al no poder mover la lengua libremente sólo logre balbucear y
hacer sonidos ininteligibles. La posición de la boca, además, me hacía salivar
en exceso, y pronto me encontré escurriendo saliva por las comisuras de la
boca. Aquello debía ser algo similar a una brida, adaptada para ser usada por
humanos.
Al no poder gritar reinicié nuevamente mis intentos
por mover el resto del cuerpo. Intenté desesperadamente romper las ataduras,
pero fuese cual fuese el material de las cuerdas y la madera a la que ésta
estaba atado eran resistentes, sumado a lo cual aún me sentía débil por el
golpe. Atado, desnudo, a cuatro patas y con una brida en la cabeza debía
parecer más un animal que una persona.
El hombre, por su parte, estaba complacido por
haber logrado silenciar mis palabras y me acarició con sus manos toscas y
callosas, tocándome en la mejilla y alborotándome el cabello. Ignoraba mis
balbuceos e intentos por alejarme de su tacto, actuaba como si no fuese más que
uno más de sus animales de granja; su tono de voz también había cambiado, había
vuelto a dirigirse a mí con tono dulce y mirada amorosa, diciéndome palabras
vacuas acerca de cómo era una “buena chica” y que “él me protegería”.
Alejándose de mí, me decía que garantizaba que
nunca jamás volvería a perderme de su vista, que se aseguraría de ello, pero no
entendí la gravedad de sus palabras hasta que fue muy tarde. No podía ver lo
que hacía y le tomó algo de tiempo tener todo listo, hasta que un fuerte olor a
algo ardiendo inundó el lugar; algo hacía a mis espaldas, pero hasta que no
sentí una onda de calor acercándose a mi culo es que advertí el peligro: ¡aquel
hombre buscaba marcarme como a una res! Grité como pude cuando apoyó el fierro
ardiente contra mi nalga izquierda, y pensé volvería a perder la consciencia
por el dolor, aunque en realidad la herrada no duró más que un par de segundos.
El intenso dolor no desapareció inmediatamente, se fue apaciguando poco a poco,
pero además de ello también me dolía el pensar que ahora, y por el resto de mi
vida, estaría marcado como un animal. En ocasiones había llegado a pensar
hacerme un tatuaje... pero nunca había imaginado que sería algo como esto.
Unos minutos más tarde el viejo se disculpaba por
tener tareas pendientes que hacer, y salió del cobertizo sin mirar atrás. Gemí
con toda la fuerza que me permitían mis pulmones, intenté suplicar me soltara
pero ninguna palabra escapó de mi interior. Voy a admitir que en el momento en
que cerró la puerta del establo dejándome nuevamente en la oscuridad una
lágrima corrió por mi mejilla, producto de la frustración y el miedo a verme
abandonado a mi suerte.
Aquel día fue el primero que pasé como la vaca.
* * *
El sonido de la puerta abriéndose me despertó.
Giré la cabeza inmediatamente para ver al hombre
entrar, y nuevamente intenté suplicar que me permitiera salir, aunque sin
lograr articular palabra alguna por la brida en mi boca. No lo había visto
desde que me la había puesto en la tarde de ayer, llevaba ya más de 24 horas
prisionero en su granja, y en el tiempo en que había desaparecido me había
quedado sólo con mis pensamientos, analizando formas en que podría escapar y
pensando cuánto tiempo pasaría antes de que alguien notara mi ausencia. Este
último era un problema, puesto que había salido del camino principal y el GPS
me había mandado por aquel maldito lugar abandonado por la mano de Dios.
El viejo se me acercó, ignorando mis chillidos.
Llevaba en mano un balde y un banquillo, colocando el primero debajo de mis
caderas y el segundo en el suelo para sentarse él. Bajé la cabeza en lo posible
y miré entre mis piernas lo que hacía, y me quedé frío cuando sin miramientos
me tomó de la verga con gran firmeza,
estrujándola y estirándola. Me agité en mi lugar queriendo alejarme de él, pero
aquel sólo se limito a acariciarme las nalgas como si de la retaguardia de una
vaca se tratara, murmurando palabras tranquilizantes. Una vez más había empezado
a escurrir saliva, me pareció incluso brotaba espuma de mi boca producto de la
vejación de la que era víctima. A decir verdad, la manera en que movía mis
caderas en mi desesperación no debió ser demasiado diferente al que haría un
caballo salvado que intenta desmontar a su jinete.
Mientras tanto, aquella mano no había dejado de
acariciarme y jalonearme la verga, ejerciendo presión en la base y estirándola
hacia abajo. No soy un hombre de pequeño tamaño en esa área, pero debido a que
estaba flácida me podía cubrir todo con la palma de su mano. Apretaba y tiraba
con firmeza, firme aunque sin lastimarme. Para mi gran horror sentí el inicio de una erección
provocada por la estimulación; no podía evitarlo, pese a todo lo que pasaba mi
cuerpo me estaba traicionando, reaccionando de aquella manera en automático sin
importarle que la causa fuera un hombre jugueteando con mi cuerpo como si de un
animal se tratara.
Hilos de saliva pendían de mi boca, movidos de un
lado a otro por los violentos movimientos de mi cabeza. No iba a permitir que
aquel hijo de perra me usara de esa forma, le mataría con mis propias manos, le
partiría la cabeza...
Pero aquel no se inmutaba en lo absoluto, enfocado
en su trabajo. Ignoraba el que me movía de un lado a otro inquieto y los sonidos
guturales que hacía; por el contrario, tarareaba una tonada desconocida,
enfrascado en su tarea. Mi verga ya había adquirido su máximo grosor, mis
respetables más de 18 centímetros estaban en toda su gloria y ahora usaba ambas
manos para recorrerlos; con la palma de una mano de agarraba de la base, y
apretando recorría todo el tronco hasta llegar a la cabeza mientras que la otra
mano tomaba el lugar de la anterior, repitiendo la operación. La forma en que
me apretaba con el pulgar en el frente, acabando en el frenillo, es de lo que
más me estimulaba; debo admitir que lo hacía con gran destreza y habilidad.
Quizá sea posible que años de ordeñar vacas le habían dado las herramientas
necesarias para tratar también con la estimulación sexual, aunque bien podría
ser también que estas habilidades las hubiese aprendido en algún otro lugar.
En ningún momento me resigné a mi suerte, luche en
todo momento sin resultado alguno. La estimulación de mi verga no se detenía, y
el fuego en mi interior se avivaba cada vez más. Podía sentir la familiar
sensación de las bolas contrayéndose contra el cuerpo, y una presión continua
en la base de mi verga que amenazaba con salir. Me esforcé en pensar en otra
cosa, cualquier otra cosa, algo que impidiera el orgasmo que cernía sobre mí,
pero aquel era inminente. Hay un punto que todo hombre conoce en el que ha
llegado al punto de no retorno, aquel en el que sabe que haga lo que haga, aunque
pare en su estimulación o piense en lo que piense, la corrida es inevitable. Yo
llegué a ese punto, y al gemir el sonido que escapo de mi sonó a mis oídos como
el de una vaca, como si con ello mi transformación en una vaca lechera
estuviera completada; al mismo tiempo que me corría en el balde expulsando
chorros y chorros de caliente semen continué mis mugidos y comprendí que
continuaría siendo usado para proveer un líquido lleno de nutrientes en contra
de mi voluntad, que él continuaría ordeñándome mañana tras mañana, día tras
día, mientras permaneciera ahí.
Toda mi leche fue a parar al balde, pero pese a
ello no paró. Continuó, y logró sacarme otros chorros más en cantidades
menores; sólo paró cuando mi verga se achicó y estuvo totalmente flácida,
totalmente desgastada y empequeñecida aún más de lo usual.
Cuando finalmente se levantó, ya no tenía más
energía para mirarle. Estaba exhausto, pero creo la humillación también tuvo su
parte en cómo me sentía; me odiaba a mi mismo por el orgasmo, sintiéndome
culpable por no haber sido capaz de impedirlo, detestaba con todo mi ser la
manera en que me hablaba como un animal estúpido, y no podía soportar el ser
silenciado por aquella asquerosa herramienta en mi cabeza. No presté atención
al hombre cuando repetía el proceso que había hecho conmigo en la vaca de la
izquierda, ni le vi cuando salió del cobertizo, balde en mano, abandonándome
una vez más en la oscuridad del lugar.
* * *
Durante el siguiente par de días poco vi del
granjero. Cuando aparecía ante mí sentía una ira encegadora, pero al mismo
tiempo me invadía una gran vergüenza al recordar lo que me había hecho. Poca
paciencia tenía él para mis rabietas, no dudaba en hacer uso de la fusta si mi
gesto le desagradaba por lo que comencé a evitar su mirada para protegerme.
Por las noches era frecuente verlo tomando alguna
sustancia desconocida de un recipiente oscuro, bebida probablemente fermentada
por él mismo. Cuando tomaba solía ponerse particularmente violento, no
necesitaba una excusa para descargar su ira contra mí, por lo que siempre que
aparecía su figura tambaleante por las noches me estremecía, temeroso de
recibir una paliza como las anteriores.
Aquella noche, sin embargo, era diferente a las otras.
Ya era particularmente tarde cuando me despertó el sonido de la puerta del
cobertizo abriéndose; a la luz de la luna vi la silueta del granjero. Se acercó
trastabillando, no era necesario oler su aliento para adivinar lo que había
estado haciendo.
“Chata...Chata...” hablaba con voz gangosa,
arrastrando las palabras. Pese a que frecuentemente le había visto borracho,
había algo diferente en su actitud. Sus palabras no tenían el tono amenazador y
peligroso con el que le relacionaba al estar intoxicado, estaba tranquilo, casi
solicito, ahora que venía a buscarme; me pregunté qué es lo que quería.
“Chata... ti extrañi tanto,
querida...” me frotaba la cara con sus toscas manos, acercándose. Apestaba a
aquel licor barato que sospechaba él mismo producía. “Chata... no mi vuelvas a dejar solo...” Con la poca
iluminación que la luz de luna proveía noté que algo brillaba en sus mejillas.
¿Estaba llorando?
Continuó acariciando mi cara y cuello, apoyándose
en mi cuerpo para no perder el equilibrio. Me mantuve quieto, incómodo, rogando
a que se retirara antes de que volviera a azotarme, pero el hombre se abrazaba
de mí, pegándose de una forma como jamás había hecho.
Repentinamente se separó, retrocediendo titubeante
a un costado mío. Escuché el crujir de sus ropas mientras eran removidas, así
como sus sollozos ahora más sonoros que antes. Comencé a ponerme nervioso, un
miedo diferente al que sentía por recibir sus golpes empezaba a invadirme.
Con los pantalones caídos hasta las rodillas, el
viejo se coloco detrás de mí tomándome de las caderas. Mordí la brida y me
removí inquieto en mi lugar, imposibilitado de escapar por las ataduras que me
mantenían fijo a cuatro patas en el establo. El anciano murmuraba palabras
quizá dirigidas a mí, quizá a sí mismo.
“¡Lo siento, lo siento…! Sé qui está mal, dije qui no
lo volvería a hacer... no debo, piro el
calor... el calor...” Me agarraba con ambas manos las nalgas, separándolas, y
apoyaba entre ellas su miembro duro y caliente. Estaba desesperado por escapar,
intentaba girar la cabeza para mirarlo pero apenas y tenía espacio para
hacerlo; con la brida aún en la boca no podía hablar claramente, por lo que
intenté protestar por medio de los sonidos guturales y gruñidos que tanto
odiaba, pero por una vez los ignoró.
“Mi Chata... mi Chata... lo siento, Chata, no puedo
evitarlo...” Con sus ciegas embestidas frotaba su miembro contra mi piel. No
llegaba a encontrar su objetivo pero era sólo cuestión de tiempo que lo
hiciera. Por mi parte, agitaba el culo de un lado a otro en mi intento por
escapar, pero me agarraba con sorprendente firmeza considerando su estado de
ebriedad; alzó una mano, y me propinó fuertes azotes en las nalgas hasta que me
estuve quieto. En cuento me dejé de mover volvió a apoyar su miembro, más
endurecido que nunca, pero ahora con mayor precisión: abriéndome las nalgas
usando las masos, apoyó su cabeza inferior en los pliegues anales de mi
abertura.
Con fuerza el hombre empujó, bufando. Decir que
sentí un gran dolor es quedarme corto: aquella verga me penetraba con gran
violencia, sentí que me partiría en dos y creí desvanecerme del dolor. Una vez
que hubo apoyado su gorda cabeza en mí sólo era cuestión de empujar, y con ello
se hacía paso en mi interior. Mordí con gran fuerza la brida y me agité con
violencia, pero ya era demasiado tarde para evitar lo que ocurría, aquel hombre
me estaba haciendo suyo.
Centímetro a centímetro, el mástil de carne se
perdía en mi interior. El hombre no dejaba de llorar y balbucear palabras sin
sentido, y yo mismo le acompañaba con mi propio llanto. Dolía en el interior,
de una forma diferente a todos los golpes que me había proporcionado hasta
aquel día; este dolor no era sólo físico, algo en mi interior se estaba
quebrando… sentía que estaba siendo emasculado... pero no, no era eso, más bien
estaba siendo... deshumanizado. Para el granjero, lo que estaba haciendo no era
violar a un hombre, lo estaba haciendo con su vaca la Chata. Para él, estaba
haciendo lo que tantos hombres habían hecho en la calentura y soledad de los
campos alejados de la civilización, me veía tan sólo como una bestia en la cual
descargar su tensión acumulada. Estaba a cuatro patas, desnudo, con una brida
en la boca que me impedía hablar y siendo cogido por un viejo granjero mientras
el mundo entero da otra vuelta, desconocedor de mi destino. Dejaba de ser una
persona, no era más que un animal.
Con lágrimas en los ojos dejé caer la cabeza,
rendido, al sentir a sus caderas golpeando las mías; como con tantas otras
cosas que me había hecho ya, dejé de poner resistencia.
La verdad sea dicha, el viejo tenía buen aguante
pese a su edad. Debió haberme cogido durante al menos veinte minutos, y cuando
finalmente terminó por venirse lo hizo en mi interior. Sacó de mi su verga,
ahora flácida, y sin volver a dirigirme la palabra salió del establo, apoyándose
de las paredes para evitar caer.
Rodeado nuevamente por la oscuridad, lloré.
* * *
Los días subsecuentes se volvieron una especie de
rutina.
Todas las mañanas sin falta, al cantar de los
gallos, el granjero llegaba al cobertizo para una sesión de ordeña de sus dos
vacas. Los primeros días protestaba tanto o más que la primera vez, pero
eventualmente opté por mantenerme quieto y sin hacer ruidos, amedrentado por su
violento temperamento. Generalmente el viejo comenzaba la ordeña de buen humor,
pero cuando yo intentaba rebelarme y protestar no dudaba en azotarme con
fuerza, diciéndome que lo hacía por mi propio bien. Después de mí siempre
ordeñaba a la otra vaca, y finalmente se retiraba. Esta operación la repetía
dos veces por día, aunque en mi caso era simplemente incapaz de producir más
leche que la que le daba cada mañana.
Nos alimentaba dos veces por día, aunque en un
inicio me negaba a probar bocado. Él mismo me obligaba a consumirlo,
alimentándome directamente, y se aseguraba que tomara una gran cantidad de
agua; eventualmente, y al ver que no me oponía ya al consumo de alimento, me dejaba el alimento en el suelo y
desamarraba la cabeza y la brida. Generalmente mientras comía se encargaba de
limpiar los deshechos a mi alrededor, lo cual no ayudaba a mi apetito.
Un día cometí el error de intentar hablar, con voz
ronca y desconocida para mis oídos, cuando me quitó la brida. Si en un inicio
se había enojado por ello, no era nada en comparación con cómo se puso aquel
día: de algún rincón de la granja sacó una fusta, y con ella me azotó el
cuerpo, cubriéndome del cuello para abajo con grandes surcos rojos, algunos de
los cuales llegaron a convertirse en llagas. Grité hasta que mi voz se quebró,
y cuando finalmente detuvo su ataque sollocé, jurándome a mí mismo que no
volvería a repetir aquello. El viejo, para mi sorpresa, también lloró, y me
abrazó con ternura, acariciando mis heridas. Aquel día me lavó a consciencia,
buscando sanar aquello que él mismo me había provocado.
Ese cambio de ánimo era algo frecuente en él: un
momento podía ser un amo cariñoso y dulce, al siguiente se transformaba en un
salvaje que buscaba lastimar sin miramientos. Los días en que nos bañaba a mí y
a mi hermana solía hacerlo con buen ánimo, hablándonos de lo que había hecho en
el día (siempre lo mismo), y cepillándonos con suavidad. Llegue a apreciar esos
momentos de tranquilidad, pues en aquellos momentos es cuando puedo decir
realmente estaba tranquilo, sin miedo. Es curioso lo que las situaciones
extremas le hacen a la mente de uno, me pregunté si algo de su locura se habría
pegado a mí.
Sus visitas nocturnas, en cambio, eran siempre
inesperadas. A veces pasaba una semana entera desde la última vez, en otras lo
hacía durante varios días seguidos. Lo que sí era constante era su estado de
embriaguez, y la calentura que le invadía. Se desfogaba con mi cuerpo, frecuentemente
llorando y disculpándose por hacerlo; aquellas noches eran lo que más temía,
más que cualquier azote que pudiera darme, más que los golpes en el cuerpo o
las bofetadas, aquello que me hacía me lastimaba por dentro, quebrando mi
espíritu sin proponérselo.
No sé si mi culo llegó a acostumbrarse a ser penetrado.
Sé que yo nunca lo hice.
* * *
Perdí la noción del tiempo, los días se convirtieron en semanas, y estos en
meses. ¿Cuánto tiempo más pasaría en este lugar?
* * *
REPORTE OFICIAL, COMISARÍA DE XXXXX
9 de septiembre de 20XX
El caso de la desaparición de Roberto Gerardo Torres
Jiménez fue re-abierto cuando un pastor reportó el vehículo el pasado martes 5
de septiembre. El vehículo fue encontrado sin restos de su dueño en el viejo camino
a XXXXX, abandonado desde que se construyó la nueva carretera; se desconoce por
qué el Sr. Torres se adentró a un área tan inhóspita como ésta, ignorando los
letreros de camino cerrado.
La investigación se encargó de explorar los
alrededores, con lo que se llegó a la vivienda de un señor de aproximadamente 58
años, identidad desconocida. El acercamiento de los agentes a la vivienda
resultó en un enfrentamiento con el sujeto, quien inmediatamente comenzó a
atacar a los agentes con un arma tipo escopeta con punta aserrada no
registrada; los agentes respondieron al ataque y el sospechoso fue abatido en
el lugar de los hechos, tras lo cual fue pronunciado muerto.
Al revisar en los alrededores de la vivienda se encontró
un rudimentario establo, en donde se hizo contacto con el desaparecido. El Sr.
Torres fue encontrado desnudo y con indicios de estar mal nutrido, portaba en
su cuerpo solamente una brida adaptada a la cabeza humana. Alzó la mirada a los
agentes pero no dio indicios de angustia o preocupación, simplemente les miró
con curiosidad como si no reconociese que estaba siendo rescatado de cualquiera
que fuese el cautiverio del que había sido presa
Los agentes reportaron una gran inquietud cuando, al
removérsele la brida, la víctima no hizo esfuerzo por hablar, optando en lugar
de ello lanzar un ruido que podría ser interpretado como el mugido de una
vaca...