Wednesday, June 8, 2016

La Vaca

“Re-calculando ruta.”

Me maldije a mí mismo. Había pasado de largo la última salida y no veía ningún retorno cercano, quería llegar antes de que terminara de caer la noche pero todo parecía indicar que no sería el caso. El GPS hizo un pequeño ruido, indicando que había encontrado una nueva ruta.

“En cinco kilómetros, de vuelta a la derecha.”

* * *

“¡Pedazo de mierda!” Antes de detenerse por completo, del escape del carro se escucharon unos fuertes tronidos y el vehículo tembló violentamente. Ya desde hace algunos kilómetros de distancia temía que pasara algo así, desde que escuché un traqueteo en el motor y percibido los espasmos del carro, pero no había tenido opción más que continuar esperando llegar al siguiente pueblo para no quedar varado en medio de la nada.

Suspirando, bajé del coche y abrí el cofre para evaluar los daños. Inmediatamente se abalanzó sobre mí una onda de humo y un fétido olor a aceite quemado se impregno a mis fosas nasales. Tosí y retrocedí un paso para permitir que el humo se dispersara; al apearme de nuevo me puse a evaluar los daños.

No soy ningún mecánico, pero sé lo suficiente para saber cuando tengo problemas, y en ese momento los tenía. Me apoyé contra el viejo Pontiac y contemplé mis circunstancias: alejado del camino principal y en uno totalmente desconocido y desolado, sin batería en el celular, y sin poder reparar mi coche. Claramente en problemas.

Tomé un cigarrillo y en el tiempo que me tomó fumármelo medité sobre qué es lo que convendría hacer. Quedarme en el coche a esperar ayuda no era opción; desde que había salido de la carretera el camino se había vuelto más y más difícil, las calles pavimentadas habían dado paso a un camino rocoso y finalmente a terracería. No había visto pasar un solo carro, sólo mi propia terquedad y mi fe en el GPS me habían empujado a continuar. Tampoco estaba familiarizado con el área y la noche ya había caído, oscureciendo el resto del camino como la boca de un lobo.

En la lejanía, un destello momentáneo captó mi atención. Entorné los ojos y me concentré en ella hasta que la volví a ver; algo había adelante, aunque no podía asegurar de qué se trataba. Sin embargo, era algo y con ello me tendría que conformar. Tiré la colilla y la aplasté contra el piso usando la suela de mi zapato. Mejor comenzar a caminar de una vez.

* * *

Una cosa curiosa ocurre cuando uno camina a un destino sin punto de referencia. Algo que parece estar cerca en realidad toma considerable tiempo alcanzarse, hasta que uno se queda con la impresión que aquello incluso se está alejando. No me pareció que me tomaría tanto tiempo alcanzar aquel destello, el cual ahora podía ver con más claridad, pero debió estar a gran distancia para el tiempo que me tomó llegar a él.

Al estar ya cerca de mi destino casi tropiezo con una vieja cerca a orillas del camino, la cual delimitaba la entrada a una granja. Dentro, había una casucha burdamente construida de la cual provenía mi luz guiadora: se trataba de un quinqué, el cual con su cálida luz me invitaba a entrar. Respiré aliviado, feliz de haber encontrado un vestigio de civilización.

En la oscuridad no pude encontrar la puerta de entrada en la cerca, por lo que simplemente la salté; me dirigí a la casa, pero alguien en el interior debió haberme oído porque escuché a alguien maldecir y salir apresuradamente.

“¡Eh! ¡Eh! ¿Quié’ va a’i? ¡Qui le disparo, juro por Dios, qui le disparo!” En la silueta de mi interlocutor podía ver un arma, larga y apuntada en mi dirección. Alcé las manos inmediatamente y juré mis buenas intenciones, pero aquel hombre no bajó el arma hasta que se hubo acercado a mí, apoyando el cañón en mi pecho. “¿Y qui hace acá? ¿Será quiri mia gallina? ¡Un ladrón, será, un ladrón!”

Intenté explicarle atropelladamente mi situación, sudando copiosamente. Ahora que estaba más cerca de mí podía verlo con mayor claridad, la suave luz del quinqué me permitían ver que se trataba de un señor de edad avanzada, con grandes arrugas en su curtida piel, producto de una vida vivida bajo constantes trabajos al sol. No debía haberse rasurado en algún tiempo, su gran barba cubría buena parte de su cara.

No fue fácil convencerle de mis buenas intenciones, y aunque eventualmente bajó el arma no dejó de mirarme con recelo. Negó tener un teléfono, y cuando le supliqué al menos me dejara pasar la noche sólo accedió permitirme hacerlo en el establo, fuera de la casa. Realmente no tenía muchas cartas a mi favor, y cuatro paredes y un techo eran mejor que permanecer a la intemperie o intentar volver al coche a oscuras, por lo que accedí.

El ‘establo’ acabó siendo poco más que un cobertizo, en donde albergaba tan solo una única vaca, flaca y vieja, que dormía. Entré al pequeño espacio e inspeccioné el lugar, en una esquina encontré un poco de paja apilada y me dispuse a acostarme en ella. Aquello tendría que ser suficiente para al menos pasar la noche.

El viajo me miraba de forma curiosa desde la entrada. A pesar de que no sentía el menor sentimiento de simpatía hacia él, me obligué a agradecerle, pero no respondió. Sin decir palabra, cerró la puerta del establo, dejándome  en la oscuridad sin nada más que el sonido de los grillos en la distancia. Bostezando, me acosté y contra lo que había pensado caí dormido casi inmediatamente, sin saber que aquel se convertiría en mi hogar durante un largo tiempo.

* * *

No tengo idea qué hora era cuando desperté.

Debía ser temprano puesto que la oscuridad aún gobernaba afuera, pero los brazos entumecidos me decían que llevaba horas dormido. Lo que me despertó fue el ruido del cobertizo abriéndose; en la oscuridad distinguí a mi anfitrión, arma en mano.

“¿Qué pasa…?”

“¡CÁLLA!” La intensidad de su grito me terminó de despertar. Me quedé aturdido mientras él entraba dando largas zancadas, apuntando su arma en mi dirección. “Qui sé la tomaste, la tienes, sí que lo tienes, pero me lo vas a dar, me lo vas a dar.” Sus palabras no tenían sentido alguno para mí, pero lo único que me importaba era el arma que blandía de forma descuidada; aquel hombre estaba claramente perturbado y no iba a ponerme a discutir con alguien armado. Tropezándome, comencé a retroceder mientras él avanzaba hasta que me vi arrinconado entre la escopeta y la pared.

“¿Dónde esti? ¿Dónde? ¡Esti en ti, sé que esti in ti!” Me acusaba de un crimen desconocido. Intenté preguntar a qué se refería, qué cosa era aquello que él creía que yo tenía, pero el hombre se limitaba a repetir esas y otras palabras sin aparente conexión. En un intento por apaciguarlo vacié las bolsas de la chamarra y el jeans, mostrándole que no tenía nada en ellas fuera de las llaves del coche, una cajetilla de cigarros medio vacía, un encendedor, mi cartera y el móvil sin batería. Sin dejar de gritar me propinó un manotazo, lanzando aquellos utensilios de mis manos y esparciéndolos en el piso oscuro; acto seguido, con la mano que no agarraba el arma intentó quitarme la chamarra. El arma ahora estaba a escasos centímetros de mi rostro, el cañón estaba tan cercano a mí que decidí dejar de poner resistencia, no fuese a ser que un movimiento en falso hiciera que una bala saliera disparada. Acabó quitándome la chamarra con un poco de cooperación mía, pero no se vio satisfecho con ello.

“Lo escondes, si que lo escondes en alguna parte y mi vas a mostrar, claro que sí. ¡Muistrame dónde, hijo de perra!” A momentos se volvía más violentos, a momentos se calmaba. Me asustaba la manera en que podía pasar de un estado de ánimo al otro, especialmente cuando con el cañón comenzó a alzarme la playera. Entendí sus intenciones de desnudarme para inspeccionarme por completo por lo que decidí adelantarme a sus órdenes y yo mismo me ofrecí a hacerlo en un intento desesperado por apaciguarlo; me permitió retroceder un paso para alzarme la playera, quitarme el cinturón y bajarme los jeans de mezclilla.

Vestido ahora solamente con nada más que unos bóxer holgados alce los brazos a los costados, mostrando que no tenía nada que ocultar. No por ello dejó de apuntarme, pateando las ropas en el suelo buscando algo que no iba a encontrar; insatisfecho, me indicó que me bajara también la ropa interior.

Aquello se estaba volviendo ridículo. Había llegado ahí buscando ayuda y sólo había encontrado un viejo paranoico que me amenazaba e insultaba, sabía que no debía molestarle pero estaba llegando al límite de mi paciencia. Apretando la mandíbula, me bajé el bóxer, exponiendo mi miembro flácido ante él. Alce una vez más las manos al aire y di una media vuelta en mi lugar, incapaz de disimular mi disgusto, pero cuando le daba la espalda a aquel hombre sentí un fuerte golpe en la parte trasera del cráneo, propinado con la culata del arma. Caí desvanecido al instante.

* * *

Desconozco el número de horas que pasé inconsciente, volver al mundo de los vivos fue un proceso paulatino; veía imágenes borrosas y confusas, por un momento me pareció que el suelo del establo, pegado a mis mejillas, se movía hasta que comprendí que yo era quien estaba siendo arrastrado. Cerraba los ojos, los volvía a abrir, y sentía que estaba siendo abrazado desde muchas direcciones, un abrazo que me impedía moverme con libertad.           Al momento siguiente, alzaba la cabeza con dificultad y veía a mí alrededor el establo, sin más compañía que la vieja vaca a mi izquierda. Podía ver a través de la vieja madera que en el exterior ya había salido el sol.

A partir de ese momento comencé a estar más consciente de mis alrededores. Intenté alzarme pero no podía moverme; moví la cabeza en lo posible y sólo así pude ver mis ataduras. Me encontraba a cuatro patas en el sucio suelo de ese viejo cobertizo, afianzado del cuello a un tablón de madera que sólo me permitía mover con trabajo para mirar alrededor. Debía estar similarmente atado de los pies a un pedazo de madera para mantenerlos a una distancia fija, puesto que no podía juntarlos o separarlos, y así también de las manos, apoyadas las palmas contra el suelo sin que se me permitiera levantarlas. Seguía desnudo, como había estado antes de ser atacado.

Con esfuerzos grité, primero débilmente y poco a poco con más fuerza. Gritaba por ayuda, a pesar de saber que no había ninguna otra vivienda en los alrededores. Mis alaridos, sin embargo, sí llegaron a llamar la atención de alguien: entró empujando violentamente la puerta, y apenas me dio tiempo de insultarle y exigirle que me soltara antes de que me callara con una gran bofetada.

“¡CHATA! ¡MALA CHICA! ¡No quiro volvir a escucharte dando esos horriblis bramidos! ¡Y dispués de lo preocupado qui estaba por ti!” Me quedé atónito ante lo que escuchaba. Desde un inicio había sospechado que aquel viejo granjero no estaba del todo bien de la cabeza, pero esto era un nuevo nivel de locura. “¡Ah! No sabes lo feliz qui me puso haberte rescatado de ise mal hombre... me alegra tanto volver a tinerte conmigo... no sabes cuánto ti extrañe...” sus ojos se comenzaron a nublar por las lágrimas. ¿Lloraba por una vaca muerta? ¿Acaso creía que yo era su maldita vaca? Furioso, no pude contenerme más.

“¡Pedazo de mierda, te voy a partir la cab-!” La mirada del anciano cambio al instante en que abrí la boca y me propinó un azote más antes de que pudiera acabar la frase. Sus ojos, antes enternecidos, se transformaron en hielos. Comenzó a azotarme la cara con su palma desnuda, y ante mis gritos de dolor e insultos no hizo más que pegarme con más fuerza. No paró hasta que paré de maldecir, limitándome a gritar.

“No si de dónde has aprendido a bramar de isa forma tan fea, Chata, ¡¡pero NO MI GUSTA!! ¡Vas a volver a sir una chica buena, ¡sí señor! ¡Como solías ser!” Deje caer la cabeza, cansado. Las mejillas me ardían como si estuviesen encendidas, no me atrevía a decir otra palabra por aversión a ser golpeado nuevamente.

Los pies del hombre desaparecieron de mi campo de visión, sólo para volver unos momentos más tarde. El viejo me tomó del cabello, alzando mi cabeza y mostrándome una herramienta formada por tiras de cuero entrelazadas; antes de que supiera de qué se trataba, comenzó a pasarme aquella herramienta por mi cabeza sin mucha dificultad, ajustando las tiras para acomodarlo a la forma de mi cabeza. Una de esas tiras fue colocada en mi boca, y al apretarla se vio forzada al interior de mi boca y contra las comisuras de mi boca, obligándome a entreabrir la boca. La tira aprisionaba mi lengua, limitando su movimiento e impidiéndome alzarla. Desesperado, olvide por completo mis intentos de permanecer en silencio para evitar molestarlo más e intenté protestar, pero al no poder mover la lengua libremente sólo logre balbucear y hacer sonidos ininteligibles. La posición de la boca, además, me hacía salivar en exceso, y pronto me encontré escurriendo saliva por las comisuras de la boca. Aquello debía ser algo similar a una brida, adaptada para ser usada por humanos.

Al no poder gritar reinicié nuevamente mis intentos por mover el resto del cuerpo. Intenté desesperadamente romper las ataduras, pero fuese cual fuese el material de las cuerdas y la madera a la que ésta estaba atado eran resistentes, sumado a lo cual aún me sentía débil por el golpe. Atado, desnudo, a cuatro patas y con una brida en la cabeza debía parecer más un animal que una persona.

El hombre, por su parte, estaba complacido por haber logrado silenciar mis palabras y me acarició con sus manos toscas y callosas, tocándome en la mejilla y alborotándome el cabello. Ignoraba mis balbuceos e intentos por alejarme de su tacto, actuaba como si no fuese más que uno más de sus animales de granja; su tono de voz también había cambiado, había vuelto a dirigirse a mí con tono dulce y mirada amorosa, diciéndome palabras vacuas acerca de cómo era una “buena chica” y que “él me protegería”.

Alejándose de mí, me decía que garantizaba que nunca jamás volvería a perderme de su vista, que se aseguraría de ello, pero no entendí la gravedad de sus palabras hasta que fue muy tarde. No podía ver lo que hacía y le tomó algo de tiempo tener todo listo, hasta que un fuerte olor a algo ardiendo inundó el lugar; algo hacía a mis espaldas, pero hasta que no sentí una onda de calor acercándose a mi culo es que advertí el peligro: ¡aquel hombre buscaba marcarme como a una res! Grité como pude cuando apoyó el fierro ardiente contra mi nalga izquierda, y pensé volvería a perder la consciencia por el dolor, aunque en realidad la herrada no duró más que un par de segundos. El intenso dolor no desapareció inmediatamente, se fue apaciguando poco a poco, pero además de ello también me dolía el pensar que ahora, y por el resto de mi vida, estaría marcado como un animal. En ocasiones había llegado a pensar hacerme un tatuaje... pero nunca había imaginado que sería algo como esto.

Unos minutos más tarde el viejo se disculpaba por tener tareas pendientes que hacer, y salió del cobertizo sin mirar atrás. Gemí con toda la fuerza que me permitían mis pulmones, intenté suplicar me soltara pero ninguna palabra escapó de mi interior. Voy a admitir que en el momento en que cerró la puerta del establo dejándome nuevamente en la oscuridad una lágrima corrió por mi mejilla, producto de la frustración y el miedo a verme abandonado a mi suerte.

Aquel día fue el primero que pasé como la vaca.

* * *

El sonido de la puerta abriéndose me despertó.

Giré la cabeza inmediatamente para ver al hombre entrar, y nuevamente intenté suplicar que me permitiera salir, aunque sin lograr articular palabra alguna por la brida en mi boca. No lo había visto desde que me la había puesto en la tarde de ayer, llevaba ya más de 24 horas prisionero en su granja, y en el tiempo en que había desaparecido me había quedado sólo con mis pensamientos, analizando formas en que podría escapar y pensando cuánto tiempo pasaría antes de que alguien notara mi ausencia. Este último era un problema, puesto que había salido del camino principal y el GPS me había mandado por aquel maldito lugar abandonado por la mano de Dios.

El viejo se me acercó, ignorando mis chillidos. Llevaba en mano un balde y un banquillo, colocando el primero debajo de mis caderas y el segundo en el suelo para sentarse él. Bajé la cabeza en lo posible y miré entre mis piernas lo que hacía, y me quedé frío cuando sin miramientos me tomó  de la verga con gran firmeza, estrujándola y estirándola. Me agité en mi lugar queriendo alejarme de él, pero aquel sólo se limito a acariciarme las nalgas como si de la retaguardia de una vaca se tratara, murmurando palabras tranquilizantes. Una vez más había empezado a escurrir saliva, me pareció incluso brotaba espuma de mi boca producto de la vejación de la que era víctima. A decir verdad, la manera en que movía mis caderas en mi desesperación no debió ser demasiado diferente al que haría un caballo salvado que intenta desmontar a su jinete.

Mientras tanto, aquella mano no había dejado de acariciarme y jalonearme la verga, ejerciendo presión en la base y estirándola hacia abajo. No soy un hombre de pequeño tamaño en esa área, pero debido a que estaba flácida me podía cubrir todo con la palma de su mano. Apretaba y tiraba con firmeza, firme aunque sin lastimarme. Para mi gran horror                sentí el inicio de una erección provocada por la estimulación; no podía evitarlo, pese a todo lo que pasaba mi cuerpo me estaba traicionando, reaccionando de aquella manera en automático sin importarle que la causa fuera un hombre jugueteando con mi cuerpo como si de un animal se tratara.

Hilos de saliva pendían de mi boca, movidos de un lado a otro por los violentos movimientos de mi cabeza. No iba a permitir que aquel hijo de perra me usara de esa forma, le mataría con mis propias manos, le partiría la cabeza...

Pero aquel no se inmutaba en lo absoluto, enfocado en su trabajo. Ignoraba el que me movía de un lado a otro inquieto y los sonidos guturales que hacía; por el contrario, tarareaba una tonada desconocida, enfrascado en su tarea. Mi verga ya había adquirido su máximo grosor, mis respetables más de 18 centímetros estaban en toda su gloria y ahora usaba ambas manos para recorrerlos; con la palma de una mano de agarraba de la base, y apretando recorría todo el tronco hasta llegar a la cabeza mientras que la otra mano tomaba el lugar de la anterior, repitiendo la operación. La forma en que me apretaba con el pulgar en el frente, acabando en el frenillo, es de lo que más me estimulaba; debo admitir que lo hacía con gran destreza y habilidad. Quizá sea posible que años de ordeñar vacas le habían dado las herramientas necesarias para tratar también con la estimulación sexual, aunque bien podría ser también que estas habilidades las hubiese aprendido en algún otro lugar.

En ningún momento me resigné a mi suerte, luche en todo momento sin resultado alguno. La estimulación de mi verga no se detenía, y el fuego en mi interior se avivaba cada vez más. Podía sentir la familiar sensación de las bolas contrayéndose contra el cuerpo, y una presión continua en la base de mi verga que amenazaba con salir. Me esforcé en pensar en otra cosa, cualquier otra cosa, algo que impidiera el orgasmo que cernía sobre mí, pero aquel era inminente. Hay un punto que todo hombre conoce en el que ha llegado al punto de no retorno, aquel en el que sabe que haga lo que haga, aunque pare en su estimulación o piense en lo que piense, la corrida es inevitable. Yo llegué a ese punto, y al gemir el sonido que escapo de mi sonó a mis oídos como el de una vaca, como si con ello mi transformación en una vaca lechera estuviera completada; al mismo tiempo que me corría en el balde expulsando chorros y chorros de caliente semen continué mis mugidos y comprendí que continuaría siendo usado para proveer un líquido lleno de nutrientes en contra de mi voluntad, que él continuaría ordeñándome mañana tras mañana, día tras día, mientras permaneciera ahí.

Toda mi leche fue a parar al balde, pero pese a ello no paró. Continuó, y logró sacarme otros chorros más en cantidades menores; sólo paró cuando mi verga se achicó y estuvo totalmente flácida, totalmente desgastada y empequeñecida aún más de lo usual.

Cuando finalmente se levantó, ya no tenía más energía para mirarle. Estaba exhausto, pero creo la humillación también tuvo su parte en cómo me sentía; me odiaba a mi mismo por el orgasmo, sintiéndome culpable por no haber sido capaz de impedirlo, detestaba con todo mi ser la manera en que me hablaba como un animal estúpido, y no podía soportar el ser silenciado por aquella asquerosa herramienta en mi cabeza. No presté atención al hombre cuando repetía el proceso que había hecho conmigo en la vaca de la izquierda, ni le vi cuando salió del cobertizo, balde en mano, abandonándome una vez más en la oscuridad del lugar.

* * *

Durante el siguiente par de días poco vi del granjero. Cuando aparecía ante mí sentía una ira encegadora, pero al mismo tiempo me invadía una gran vergüenza al recordar lo que me había hecho. Poca paciencia tenía él para mis rabietas, no dudaba en hacer uso de la fusta si mi gesto le desagradaba por lo que comencé a evitar su mirada para protegerme.

Por las noches era frecuente verlo tomando alguna sustancia desconocida de un recipiente oscuro, bebida probablemente fermentada por él mismo. Cuando tomaba solía ponerse particularmente violento, no necesitaba una excusa para descargar su ira contra mí, por lo que siempre que aparecía su figura tambaleante por las noches me estremecía, temeroso de recibir una paliza como las anteriores.

Aquella noche, sin embargo, era diferente a las otras. Ya era particularmente tarde cuando me despertó el sonido de la puerta del cobertizo abriéndose; a la luz de la luna vi la silueta del granjero. Se acercó trastabillando, no era necesario oler su aliento para adivinar lo que había estado haciendo.

“Chata...Chata...” hablaba con voz gangosa, arrastrando las palabras. Pese a que frecuentemente le había visto borracho, había algo diferente en su actitud. Sus palabras no tenían el tono amenazador y peligroso con el que le relacionaba al estar intoxicado, estaba tranquilo, casi solicito, ahora que venía a buscarme; me pregunté qué es lo que quería.

“Chata... ti extrañi tanto, querida...” me frotaba la cara con sus toscas manos, acercándose. Apestaba a aquel licor barato que sospechaba él mismo producía. “Chata... no mi vuelvas a dejar solo...” Con la poca iluminación que la luz de luna proveía noté que algo brillaba en sus mejillas. ¿Estaba llorando?

Continuó acariciando mi cara y cuello, apoyándose en mi cuerpo para no perder el equilibrio. Me mantuve quieto, incómodo, rogando a que se retirara antes de que volviera a azotarme, pero el hombre se abrazaba de mí, pegándose de una forma como jamás había hecho.

Repentinamente se separó, retrocediendo titubeante a un costado mío. Escuché el crujir de sus ropas mientras eran removidas, así como sus sollozos ahora más sonoros que antes. Comencé a ponerme nervioso, un miedo diferente al que sentía por recibir sus golpes empezaba a invadirme.

Con los pantalones caídos hasta las rodillas, el viejo se coloco detrás de mí tomándome de las caderas. Mordí la brida y me removí inquieto en mi lugar, imposibilitado de escapar por las ataduras que me mantenían fijo a cuatro patas en el establo. El anciano murmuraba palabras quizá dirigidas a mí, quizá a sí mismo.

“¡Lo siento, lo siento…! Sé qui está mal, dije qui no lo volvería a hacer... no debo, piro el calor... el calor...” Me agarraba con ambas manos las nalgas, separándolas, y apoyaba entre ellas su miembro duro y caliente. Estaba desesperado por escapar, intentaba girar la cabeza para mirarlo pero apenas y tenía espacio para hacerlo; con la brida aún en la boca no podía hablar claramente, por lo que intenté protestar por medio de los sonidos guturales y gruñidos que tanto odiaba, pero por una vez los ignoró.

“Mi Chata... mi Chata... lo siento, Chata, no puedo evitarlo...” Con sus ciegas embestidas frotaba su miembro contra mi piel. No llegaba a encontrar su objetivo pero era sólo cuestión de tiempo que lo hiciera. Por mi parte, agitaba el culo de un lado a otro en mi intento por escapar, pero me agarraba con sorprendente firmeza considerando su estado de ebriedad; alzó una mano, y me propinó fuertes azotes en las nalgas hasta que me estuve quieto. En cuento me dejé de mover volvió a apoyar su miembro, más endurecido que nunca, pero ahora con mayor precisión: abriéndome las nalgas usando las masos, apoyó su cabeza inferior en los pliegues anales de mi abertura.

Con fuerza el hombre empujó, bufando. Decir que sentí un gran dolor es quedarme corto: aquella verga me penetraba con gran violencia, sentí que me partiría en dos y creí desvanecerme del dolor. Una vez que hubo apoyado su gorda cabeza en mí sólo era cuestión de empujar, y con ello se hacía paso en mi interior. Mordí con gran fuerza la brida y me agité con violencia, pero ya era demasiado tarde para evitar lo que ocurría, aquel hombre me estaba haciendo suyo.

Centímetro a centímetro, el mástil de carne se perdía en mi interior. El hombre no dejaba de llorar y balbucear palabras sin sentido, y yo mismo le acompañaba con mi propio llanto. Dolía en el interior, de una forma diferente a todos los golpes que me había proporcionado hasta aquel día; este dolor no era sólo físico, algo en mi interior se estaba quebrando… sentía que estaba siendo emasculado... pero no, no era eso, más bien estaba siendo... deshumanizado. Para el granjero, lo que estaba haciendo no era violar a un hombre, lo estaba haciendo con su vaca la Chata. Para él, estaba haciendo lo que tantos hombres habían hecho en la calentura y soledad de los campos alejados de la civilización, me veía tan sólo como una bestia en la cual descargar su tensión acumulada. Estaba a cuatro patas, desnudo, con una brida en la boca que me impedía hablar y siendo cogido por un viejo granjero mientras el mundo entero da otra vuelta, desconocedor de mi destino. Dejaba de ser una persona, no era más que un animal.

Con lágrimas en los ojos dejé caer la cabeza, rendido, al sentir a sus caderas golpeando las mías; como con tantas otras cosas que me había hecho ya, dejé de poner resistencia.

La verdad sea dicha, el viejo tenía buen aguante pese a su edad. Debió haberme cogido durante al menos veinte minutos, y cuando finalmente terminó por venirse lo hizo en mi interior. Sacó de mi su verga, ahora flácida, y sin volver a dirigirme la palabra salió del establo, apoyándose de las paredes para evitar caer.

Rodeado nuevamente por la oscuridad, lloré.

* * *

Los días subsecuentes se volvieron una especie de rutina.

Todas las mañanas sin falta, al cantar de los gallos, el granjero llegaba al cobertizo para una sesión de ordeña de sus dos vacas. Los primeros días protestaba tanto o más que la primera vez, pero eventualmente opté por mantenerme quieto y sin hacer ruidos, amedrentado por su violento temperamento. Generalmente el viejo comenzaba la ordeña de buen humor, pero cuando yo intentaba rebelarme y protestar no dudaba en azotarme con fuerza, diciéndome que lo hacía por mi propio bien. Después de mí siempre ordeñaba a la otra vaca, y finalmente se retiraba. Esta operación la repetía dos veces por día, aunque en mi caso era simplemente incapaz de producir más leche que la que le daba cada mañana.

Nos alimentaba dos veces por día, aunque en un inicio me negaba a probar bocado. Él mismo me obligaba a consumirlo, alimentándome directamente, y se aseguraba que tomara una gran cantidad de agua; eventualmente, y al ver que no me oponía ya al consumo de alimento,  me dejaba el alimento en el suelo y desamarraba la cabeza y la brida. Generalmente mientras comía se encargaba de limpiar los deshechos a mi alrededor, lo cual no ayudaba a mi apetito.

Un día cometí el error de intentar hablar, con voz ronca y desconocida para mis oídos, cuando me quitó la brida. Si en un inicio se había enojado por ello, no era nada en comparación con cómo se puso aquel día: de algún rincón de la granja sacó una fusta, y con ella me azotó el cuerpo, cubriéndome del cuello para abajo con grandes surcos rojos, algunos de los cuales llegaron a convertirse en llagas. Grité hasta que mi voz se quebró, y cuando finalmente detuvo su ataque sollocé, jurándome a mí mismo que no volvería a repetir aquello. El viejo, para mi sorpresa, también lloró, y me abrazó con ternura, acariciando mis heridas. Aquel día me lavó a consciencia, buscando sanar aquello que él mismo me había provocado.

Ese cambio de ánimo era algo frecuente en él: un momento podía ser un amo cariñoso y dulce, al siguiente se transformaba en un salvaje que buscaba lastimar sin miramientos. Los días en que nos bañaba a mí y a mi hermana solía hacerlo con buen ánimo, hablándonos de lo que había hecho en el día (siempre lo mismo), y cepillándonos con suavidad. Llegue a apreciar esos momentos de tranquilidad, pues en aquellos momentos es cuando puedo decir realmente estaba tranquilo, sin miedo. Es curioso lo que las situaciones extremas le hacen a la mente de uno, me pregunté si algo de su locura se habría pegado a mí.

Sus visitas nocturnas, en cambio, eran siempre inesperadas. A veces pasaba una semana entera desde la última vez, en otras lo hacía durante varios días seguidos. Lo que sí era constante era su estado de embriaguez, y la calentura que le invadía. Se desfogaba con mi cuerpo, frecuentemente llorando y disculpándose por hacerlo; aquellas noches eran lo que más temía, más que cualquier azote que pudiera darme, más que los golpes en el cuerpo o las bofetadas, aquello que me hacía me lastimaba por dentro, quebrando mi espíritu sin proponérselo.

No sé si mi culo llegó a acostumbrarse a ser penetrado. Sé que yo nunca lo hice.

* * *

Perdí la noción del tiempo, los días se convirtieron en semanas, y estos en meses. ¿Cuánto tiempo más pasaría en este lugar?

* * *

REPORTE OFICIAL, COMISARÍA  DE XXXXX
9 de septiembre de 20XX

El caso de la desaparición de Roberto Gerardo Torres Jiménez fue re-abierto cuando un pastor reportó el vehículo el pasado martes 5 de septiembre. El vehículo fue encontrado sin restos de su dueño en el viejo camino a XXXXX, abandonado desde que se construyó la nueva carretera; se desconoce por qué el Sr. Torres se adentró a un área tan inhóspita como ésta, ignorando los letreros de camino cerrado.

La investigación se encargó de explorar los alrededores, con lo que se llegó a la vivienda de un señor de aproximadamente 58 años, identidad desconocida. El acercamiento de los agentes a la vivienda resultó en un enfrentamiento con el sujeto, quien inmediatamente comenzó a atacar a los agentes con un arma tipo escopeta con punta aserrada no registrada; los agentes respondieron al ataque y el sospechoso fue abatido en el lugar de los hechos, tras lo cual fue pronunciado muerto.

Al revisar en los alrededores de la vivienda se encontró un rudimentario establo, en donde se hizo contacto con el desaparecido. El Sr. Torres fue encontrado desnudo y con indicios de estar mal nutrido, portaba en su cuerpo solamente una brida adaptada a la cabeza humana. Alzó la mirada a los agentes pero no dio indicios de angustia o preocupación, simplemente les miró con curiosidad como si no reconociese que estaba siendo rescatado de cualquiera que fuese el cautiverio del que había sido presa


Los agentes reportaron una gran inquietud cuando, al removérsele la brida, la víctima no hizo esfuerzo por hablar, optando en lugar de ello lanzar un ruido que podría ser interpretado como el mugido de una vaca...

Wednesday, April 27, 2016

Machito

"Empieza desde el principio"

Respiré hondo y comencé mi relato. Sé que le gusta escuchar hasta el más mínimo detalle, nunca duda en interrumpirme y preguntarme acerca de cómo me sentí en uno u otro momento, saboreando mi humillación con cada palabra. Sabe cuánto me incomoda, pero eso parte del placer que recibe.

“Llegué al gimnasio a eso de las 8, más o menos la misma hora de siempre. Empecé trabajando los...”

“¿Qué vestías?” me interrumpió. Como comenté antes, nunca duda en hacerlo.

“Tenía el short blanco, y esa playera deportiva sin mangas que me hiciste comprar, aquella con pequeños agujeritos en los costados.”

“Sabes que debes decirme tu indumentaria completa” Tragué saliva al escucharlo, y desvié la mirada.

“Pues... las calcetas esas rojas, y los zapatos deportivos de siempre.” Ya sabía que eso no era lo que realmente quería escuchar, y me obligué a continuar. “Me puse también la ropa interior que me pediste que usara.”

“Que te ordene que usaras. ¿Y cuál era esa, dime?”

Murmuré la respuesta, pero él no estaba satisfecho con ello. Fingió no escucharme, haciendo una cuenca con la mano y poniéndola en el oído con un gesto exagerado. Repetí la respuesta dos veces más hasta que finalmente alcancé un volumen que consideró adecuado.

“¡Una tanga!” repitió animado después de mi, como si la respuesta le sorprendiese. “¿Usaste una tanga para ir al gimnasio? Vaya, debo estar desconectado del mundo del ejercicio, no sabía que esa es indumentaria típica para ello. Recuerdo ese short que mencionas, el blanco... la tela es muy delgada, ¿no es así? Cuando se pega con tu piel se transparenta por completo, sin mencionar cómo se pone cuando comienzas a sudar.” Me enrojecí de la cara. No necesitaba que él me lo dijera, ya había pensado en todas esas cosas en el momento de usarlas. Al entrar al gimnasio me saludaron los compañeros usuales, y una parte de mí no podía dejar de pensar que sin duda notarían lo que traía debajo de la ropa... era algo ridículo, en realidad, pero el saberlo no me quitaba el miedo irracional de pensar que se marcaba la forma de la tanga y que todos a mi alrededor sabían lo que estaba usando.

Ignorando sus comentarios, continué mi relato.

“Ese día me enfoqué en las piernas, como es mi rutina usual, pero también agregué los ejercicios que me solicitaste... esos para trabajar también el trasero.”

“El culo.”

“Sí, eso, el culo. ¡Fue el entrenamiento más incómodo que he tenido! Cada vez que hacía algún movimiento como agacharme sentía la tela metiéndose entre las nalgas, no tengo idea cómo alguien puede usar ropa como esa. El hilo me rozaba el hoyo, cada vez que me veía en el espejo me sentía...” Me detuve, dubitativo. No me dijo nada, espero a que terminara la frase. “Me sentía como una putona.”

Rió de buena gana, y con un gesto me indicó que continuara.

“En realidad el entrenamiento pasó sin incidente, fuera de la incomodidad y la paranoia que sentía de que alguien se diera cuenta... había un hijo de papi que no me quitaba la vista de encima, me sentía incómodo pero evité su mirado. No, pero el verdadero problema fueron los vestidores... busqué entrar en un momento en que estuviera sólo para poder cambiarme rápido, siempre obedeciendo sus instrucciones; encontré un momento en que efectivamente estaban vacíos, por lo que me apuré a entrar y quitarme zapatos, playera y shorts para tomarme la evidencia fotográfica que me solicitó. Pero estaba ocupado con las poses... cuando entró alguien más a los vestidores”.

Escuchaba mi relato con una gran sonrisa en el rostro,  y al escuchar que había sido sorprendido su sonrisa se ensanchó aún más. Me costaba relatar lo ocurrido, revivía las emociones de vergüenza y humillación de aquel momento.

“Me... me tape inmediatamente con el pantaloncillo al frente, pero no me dio tiempo de cubrirme a tiempo, desde que entró me había visto... se detuvo en la entrada y me hizo una mueca.”

“¿En serio? ¿Y qué sentiste?”

“¡Como una basura! Me sentía demasiado avergonzado, quería huir de ahí, ¡salir corriendo! No tenía dónde meter la cara, y ese tipo sólo pasó a mi lado y se rió de mí. Lo peor es que lo reconozco como alguien que va frecuentemente en ese horario... cada vez que nos topemos va a pensar en mí de aquella forma.”

“Es sólo natural. Así va conociendo a tu verdadero ‘yo’.”

“Qué vergüenza... Dios, sentí tanta humillación. No solo me sentí patético, también asqueroso. En verdad, no quiero volver a hacer eso de nuevo.”

“Ni lo tendrás que hacer, si te portas bien. Fue un castigo, después de todo, y los castigos tienen que costarte... aunque, no dudo que te haya gustado también, ¡mira! Te has puesto como burro”, me indicó mi propio bulto, pero en realidad no necesitaba que lo hiciera para saber cómo me había puesto. Desvié la mirada. “¿Qué, te avergüenzas? ¿Te da pena admitir que eres un pervertido que disfruta ser exhibido, que anda en tanga por orden de alguien más? Entre antes aceptes tu naturaleza más fácil será todo para ti.”

Mi naturaleza... frecuentemente él mencionaba el tema. A veces, en momentos de introspección personal aquello pasaba por mi mente pero intentaba no hacerlo. Era una cosa odiosa el pensar en ello porque en realidad no es verdad, aquello que él dice no es mi verdadera persona: en realidad soy un macho hecho y derecho, no me andaban mariconadas ni tenía nada que ver con todos esos putones que uno ve en la calle, agarrados de la mano o contoneándose como damitas. No; yo no era de ‘esos’.

A pesar de que en ese momento me encontraba hincado frente a otro hombre, relatándole la degradación que pasé al cumplir lo que se me fue encomendado, yo no era ningún puto, sólo era un macho que de pronto sentía necesidad de probar este tipo de cosas. Había momentos en que me odiaba a mi mismo por sentirme así. Pero en aquellos momentos, esos en los que me encontraba con él y me acariciaba el cabello como uno haría a un perro y me hablaba de aquella manera usando términos que no le habría permitido a nadie más que a él, en esos momentos me sentía realizado, mi resistencia se derrumbaba y no podía más que obedecerle, excitado y a su merced.

El silencio entre nosotros se extendía. Me miraba detenidamente con una sonrisa burlona como era usual, medía mis reacciones saboreando mi incomodidad. Seguía sin devolverle la mirada, mis mejillas enrojecidas al acabar mi relato; yo sabía lo que venía, él sabía lo que venía, pero ninguno de los dos tenía ninguna prisa por adelantarse a ello.

“Buen chico... muéstrame ahora esas fotos, que quiero ver cómo te veías con ese pedazo de tela.”

Del bolsillo saqué el celular, lo desbloqué y se lo pasé. Era la primera vez que él las veía, había esperado para verlas en persona probablemente porque quería ver mi rostro al hacerlo; en ellas salía posando de frente y de espaldas, haciendo fuerza y marcando bíceps, muslos, espalda, pecho... mis nalgas, velludas aún, sobresaltaban gracias al hilo que las dividía, clavado entre ellas. Aquella minúscula tanga había sido idea de él también, por supuesto; me había hecho buscarme un lugar  en donde las vendieran y preguntar a viva voz al dependiente acerca de ellas; el hombre, estoico, me había acompañado para mostrármelas preguntando la talla y sugiriendo algunos modelos. En realidad sólo había agarrado el primero que encontré de mi talla, pagué, y salí volando del lugar.

Esas fotos que le mostraba era también la primera vez que él veía la tanga en persona; se veía complacido, sobándose el paquete por encima de la mezclilla; le miré con la lengua de fuera, imaginando cómo se vería aquello en vivo y en directo, tenía la esperanza que hoy lo podría ver de cerca como tantas veces había querido.

Alzó la mirada y me miró.

“Te quedan bien esos interiores, muchacho. Pero apuesto se ven aún mejores en persona.”

Me tomó de la barbilla y me hizo mirarle a los ojos, diciéndome simplemente ‘Muéstrame’.

Gemí un poco. Quería verle a él... no quería mostrarle... pero él quería que lo hiciera, por lo que no tenía opción. Me puse de pie, y alcé la playera para mostrar así los costados de la tanga por encima del pantalón de mezclilla, tal como él me había indicado que debía hacer cuando fuera a su casa. Desabroché el pantalón y tímidamente comencé a bajarlo, exponiendo así aquel hilo dental que en aquel momento apenas y me cubría por lo hinchado de mi miembro. Alce la playera para permitirle una mejor vista, a lo que él respondió con un chiflido de apreciación. Con un gesto me indicó que debía darme media vuelta, y lentamente giré para él.

“Nada mal, puto, elegiste bien. Y se nota que te gusta, quizá debería inscribirte en uno de esos concursos de fisicoculturistas, sólo necesitas seguir trabajando tus músculos. ¿Te imaginas? ¡La audiencia te va a amar! Y tendrás una oportunidad más para probar esa vena tan exhibicionista que tienes, ¿no crees?”

No respondí a sus comentarios. Cualquier cosa que dijera podía ser usada en mi contra, y temía que pudiese cumplir aquella amenaza, por lo que continué mirando a la nada. Posó bruscamente las manos en mis nalgas, haciendo respingar, y las masajeo toscamente. Contenía la respiración al ser maltratado de aquella manera, paralizado y a su merced.

“Quizá deberíamos quitarte todo este vello sobrante... te lo había dicho antes, te vendría bien para complementar tu ‘look’, ¿no lo crees?” Su comentario me horrorizó.

“¡NO! ¡Por favor, señor, se lo ruego! Lo necesito, es parte de mi masculinidad, de mi...!”

Repentinamente y sin previo aviso agarró mi tanga de la parte trasera y la alzó, haciendo un calzón chino inesperado con ella. Chillando, le pedí que parara al tiempo que ponía de puntitas para intentar liberarme un poco de la presión, pero él simplemente me alzaba más, rozando el culo con el hilo de la tela provocándome escozor.

“¿Masculinidad?”, me dijo con una carcajada, “¡Masculinidad! No seas mamón, ¿qué tipo de hombre masculino viste así como estás en este momento? Eres más bien una puta, caliente y deseosa de macho que va por ahí viendo quién la pica”. Sus duras palabras me pegaban dentro, muy dentro; dolían, más que nada por la verdad que había detrás de ellas. Me había rebajado a ser una perra, y lo peor de todo es que me encantaba serlo. Mis ojos se comenzaron a humedecer al pensar en ello, pero aún había algo de rebeldía en mí.

“No es verdad... no es verdad... no soy una puta...” Mi voz parecía haber subido un octavo, no era mi voz usual de macho sino una más aguada, no me podía reconocer a mí mismo al escucharla. ¿Sería a raíz de mi emasculación, o una aceptación inconsciente de mi rol actual como sumiso?

“Shh... tranquila nena, está bien, déjalo ser, acéptalo. Hoy has escuchado unas verdades difíciles, te cuesta aceptarlas pero sé que lo harás. Te dejaré conservar tu vello por ahora... pero vas a obedecerme en todo lo que te indique, y a la primera señal de desobediencia serás castigada y le dirás adiós a todo ese vello corporal. ¿Está claro, nena?” La sensación de rebeldía, sin embargo, no había desaparecido por completo aunque amenazaba con hacerlo. Sus últimas palabras fueron un fuego para incrementarla.

"¡NO! ¡No soy una nena!" El labio me temblaba, lo había dicho con voz más aguda de lo planeado. ¿Por qué siempre me ponía así? ¿Qué era ese poder que tenía sobre mí para ponerme de esta forma? Libraba una lucha interior entre someterme y resistir, entregarme y huir. Quería ser su nena, pero también quería ser un macho, el macho que había sido toda mi vida.

Pensaba que mi arranque de ira sería la gota que derramó el vaso para él, o que al menos sería castigado, pero en lugar de ello me soltó de la tanga y girándome para voltear a verlo me agarró en un fuerte abrazo, pegándome contra su pecho. Aquello me desarmó, no era lo que esperaba; sentía su erección contra mi pierna, y su esencia llenaba mis fosas nasales, una mezcla de un poco de sudor y calentura. Lo deseaba, de ello no me cabía duda.

“Tienes que aceptar tu naturaleza... entre antes lo hagas, más pronto podrás gozar” Mientras me decía aquellas palabras, con una de sus manos comenzó a acariciar mis nalgas, con firmeza pero de forma agradable. La delgada tela, que apenas ocultaba mi apretado agujero, puso la mínima resistencia cuando uno de los dedos se hizo paso, y comenzó a introducirme aquel dedo medio con apenas un poco de presión. “Te gusta eso, ¿verdad, mi nena? ¿Te gusta sentir mis dedos dentro de ti?”

Asentí, más humillado que nunca. Las lagrimas ahora sí habían comenzado a fluir, todo aquello era demasiado para mí. Nunca había sido humillado a tal extremo, ni había tenido las sensaciones que ahora se apoderaban de mi cuerpo. Me siguió introduciendo sus dedos, jugando y atormentándome  a mi ano. Me avergüenza escribir que pronto comencé a gemir, de una manera aguda y absolutamente inapropiada para un macho, algo que le deleitó.

"Eres una perra calientahuevos, te crees muy machito... pero mira cómo gimes con un macho de verdad. Y eso es sólo al recibir mis dedos; ¿estarás listo para recibir a un verdadero hombre?".

Asentí, ahogado en las sensaciones. En respuesta, me separó de él un momento para desabrocharse el pantalón y sacar su verga, larga, gruesa y endurecida. Apenas se había puesto el condón cuando me lancé sobre ella como un poseso, deseoso ya de probarla y saborearla; me hundí en los olores masculinos de su entrepierna, probé su textura, pasé la lengua por todo el tronco y la cubrí de saliva de arriba a abajo. Recibí aquel monstruo de pene en mi boca, buscando generarle tanto placer él me daba a mí. Mientras me concentraba en el oral, él volvió a jugar con mi agujero, dedeandome y calentándome.

Pronto, estaba él tan caliente que no pudo esperar más. Se alzó y separó mi boca de su sexo para mi decepción, aunque pronto fui satisfecho de una forma diferente. Colocándose detrás de mí, no se molestó en quitarme la tanga, simplemente hizo la tela a un lado y apoyó la cabeza contra mi agujero se empezó a hacer paso dentro de mí con firmeza y cuidado. La saliva cubriendo el miembro ayudaba un poco aunque no demasiado. Yo bufaba y gemía, rogándole fuese cuidadoso, y pronto se encontró totalmente dentro de mí, enterrado él en mi hasta el fondo con las bolas pegadas al culo.

Comenzó un rápido movimiento de mete-saca, yo me debía apoyar contra su cama para no caer al suelo; con cada movimiento sacaba su miembro casi por completo y bruscamente lo metía hasta el fondo, golpeando así un área en mi interior que me hacía chillar y escurrir un poco de líquido que salía de mi propia verga. Me decía que era su puta, su perra, y gritaba a los cuatro vientos que quería escucharme gemir; en realidad no tenía que decírmelo: como si una válvula se hubiera roto en mí, gemía fuertemente como esa puta que siempre me había dicho él que yo era.

Con una mano comencé a masturbarme, excitado como nunca. Mi orgasmo no estaba lejos ya, y al comenzar a jalármela sentí que estaba más cerca de lo que había pensado; a mis espaldas mi macho me daba con estocadas cada vez más rápidas, y la sensación de presión en mi próstata me volvía loco. No pasó mucho tiempo antes de que comenzara a disparar chorro tras chorro de semen que cayó inerte al piso, y con mi orgasmo comencé a contraer inconscientemente mi propio esfínter, provocándole a él también un fuerte orgasmo.

“¡AH! ESO ES, ASÍ, APRIETA EL CULO MI PERRAAA...”, con sus palabras en mis oídos expulsé un último chorro, y él se congeló un momento en su posición antes de caer a mis espaldas, agotado.

“Así es como me gusta, cachorro... no lo has hecho nada mal. Te digo, entre antes aceptes tu propia naturaleza, menos vas a sufrir”. Hice una mueca al escuchar sus palabras; ahora que la ola de excitación abandonaba mi cuerpo, comenzaba nuevamente a resentir aquello forma que tenía de dirigirse a mí. No ayudaba el que aún tuviera su verga en mi culo.

“Por otra parte, ¡no puedo esperar a ver cómo te verás ahora que te rasure por completo!” dijo con una pícara sonrisa. Voltee a verlo sorprendido.

“¡Pero habías dicho que…!”


“Había dicho que perderías todo derecho a tu vello si te rebelabas, y lo primero que hiciste fue rebelarte. Je, ¿acaso crees que iba a dejar pasar eso por alto? Todo en esta vida tiene sus consecuencias...”

Wednesday, April 20, 2016

El Guerrero - Parte 2

Usando ambas manos como un cuenco, Keon tomó un poco del agua del lago para salpicarse la cara.

El agua fresca se sentía como un gran alivio sobre sus músculos cansados y magullados, en ese momento no había nada en el mundo que deseara por encima de aquel baño para descansar de las constantes batallas.

Se talló el cuerpo entero con consciencia buscando deshacerse de la capa de tierra que le cubría, pero al pasar su mano por el culo uno de los dedos llegó a tocar el tapón que aquella criatura le había introducido. Su semblante se oscureció al tiempo que los recuerdos inundaron su mente, recuerdos de lo que había pasado aquel día hacía ya tantas semanas cuando fue atacado por la monstruosa araña.

Recordó que aquella noche la había pasado en el bosque, no había sido capaz de llegar a la aldea más cercana hasta que se escucharon los primeros cacareos de la mañana, momento en que le descubrió un anciano en el perímetro de la villa. El viejo respetó sus deseos de no alertar a los demás aldeanos, y cuidó de él en la privacidad de su hogar durante los siguientes días. Sólo él, en sus curaciones, había visto aquel pegajoso material que recubría su área privada trasera; aquello avergonzó a Keon, quien había deseado mantener el hecho privado, pero aquel hombre, con la sabiduría de alguien que ha vivido por muchos años, le brindó nuevo conocimiento al joven guerrero.

“Sólo una vez he visto algo como esto,” relató. “Hace años, otro guerrero como tú llegó a mi umbral, y también al igual que tú había sido víctima de las horribles criaturas que habitan en lo más profundo de este maldito bosque. La marca que tenía... era idéntica a la que ahora portas. Yo mismo intenté removerle las telarañas que habían sido pegadas a sus entrañas, sin lograrlo. Sabiendo que la obstrucción le impediría realizar las funciones vitales de un hombre, temíamos el día en que, inevitablemente, la obstrucción le mataría. ¡Pero cosa curiosa! Ese día nunca llegó. Tras varios días, y pese a su alimentación, me confesó que parecía haber perdido la necesidad de alivio. ¡No temas, muchacho! Hay cosas en este mundo que no podemos entender, y parece que frente a nosotros tenemos una más de ellas.”

Las palabras del anciano aún resonaban en su cabeza. En su momento las había escuchado escéptico, pero, ¡cuánta razón había tenido! En los días subsecuentes descubrió, para su gran asombro, que no había sentido ni siquiera la necesidad de hacer sus necesidades, algo que en un inicio preocupó y eventualmente llegó a aceptar como nueva realidad de vida. En un inicio había intentado removerla él mismo, pero aquella membrana no podía ser cortada fácilmente, y le lastimaba intentarlo, por lo que parte de la aceptación involucró el disuadirse a sí mismo de ya no intentarlo.

Ahora, semanas más tarde después de aquel encuentro, las únicas secuelas que tenía del ataque era el tapón en su ano, un ligero dolor de estómago de cuando en cuando, y los recuerdos que en momentos insospechados se abalanzaban sobre él. Aprendería a vivir con ello.

Salió del lago y se recostó desnudo contra una roca, secándose al sol. Los rayos de calor también eran una sensación agradable contra su cuerpo. Cerró los ojos y se relajó.

Cuando abrió los ojos de nuevo se dio cuenta que algo de tiempo había pasado. Alzó la cabeza, y vio que a sus ropas y armas se le habían sumado otro par; en el lago, divisó el cuerpo de un hombre dándose un baño. Había sido descuidado en dejar sus cosas tan libremente, si de otra persona se hubiera tratado habría corrido riesgo de quedarse sin ellas.

El otro hombre volteo al escuchar a Keon vistiéndose. Se acercó a la orilla para conversar con el guerrero; su cuerpo, musculoso, oscuro y lleno de cicatrices, sugería un estilo de vida no demasiado disimilar, aunque le superaba en experiencia a juzgar por las arrugas alrededor de sus ojos. Le dirigió una amplia sonrisa.

“¡Nada como esto!, ¿eh?” El joven guerrero asintió sin dirigirle la mirada, asegurando la vaina de su espada. El otro, sin embargo, no pareció disuadirse: “No te he visto en estos rumbos, ¿vienes, quizá, de las tierras del otro lado de la sierra? Encontrarás por aquí buenas recompensas por las criaturas de los alrededores…”

Keon le miró por el rabillo del ojo, respondiendo en monosílabos en lo posible. Aquel hombre se presentó como Mandek y parecía ser incapaz de dejar de platicar, aunque cualquier persona que hubiese llegado a su edad con todas sus extremidades en una profesión como la suya merecía su respeto.

Cuando Mandek se inclinó desnudo para recoger sus vestiduras, algo captó la atención del otro, cosa que le hizo mirarle de forma disimulada con mayor atención: en el culo, expuesto al agacharse, estaba algo muy familiar para él, algo que sólo había visto en su propio cuerpo usando el reflejo del agua: la marca que aquel arácnido había dejado en él.

Desvió la mirada cuando Mandek volteo en su dirección, disimulando su mirada inquisidora. No se atrevió a mencionar el tema, pero la cabeza le daba mil vueltas con las posibilidades: había otros como él que habían sido atacados similarmente y eso, curiosamente, le hizo sentirse mejor consigo mismo: si incluso un guerrero más experimentado que él había caído presa al mismo ataque, no podía ser tan malo.

Viendo que ambos guerreros tenían la misma dirección, convinieron continuar su camino juntos. Ninguno de los dos comentó nada acerca del extraño olor dulzón que les guiaba por aquel camino, un olor que llevaba a ambos guerreros a un destino desconocido, atraídos como una abeja por el polen de la flor...

* * *

Horas más tarde, Keon y Mandek habían llegado a un claro del bosque. Caminaron por el amplio espacio despejado de árboles a paso tranquilo, y por primera vez desde que habían comenzado su viaje juntos lo hacían en silencio. A Keon, quien había comenzado a familiarizarse con el gusto de su compañero por la charla, el hecho no pasó desapercibido.

Agudizando el oído, Keon sólo escuchó el silencio del bosque. No era la primera vez que percibía al bosque tan silencioso, y recordando sus experiencias con ello desenvainó su espada sin palabra alguna. Mandek, sin voltear a mirarlo, había hecho lo mismo.

Se mantuvieron en silencio, espalda contra espalda, durante un minuto entero. Podían esperar.

Un sonido, similar al piar de un ave recién nacida, rompió la quietud del momento. En un comienzo fue casi imperceptible, pero fue gradualmente incrementando en volumen hasta volverse imposible de ignorar. Keon asió su arma con firmeza, preparado para lo que ocurriera.

Cuando aquel ruido se volvió ensordecedor apareció de entre los árboles el origen del mismo. De entre los árboles comenzó a descender una gran cantidad de seres arácnidos, similares en apariencia a aquella que había atacado hacía algún tiempo a Keon aunque en diferentes tamaños. Aquella araña que le había sometido debía haber medido dos metros de altura, mientras que la mayor de estas otras no debía pasar del metro. Bajaban de los árboles a gran velocidad, un mar negro de ellas se abalanzaba en su dirección. Cuando las primeras se acercaron, el joven guerrero respondió blandiendo su arma. Hizo a un lado a la primera horda mientras que a sus espaldas el otro hacía lo mismo, defendiéndose

En un inicio fueron exitosos en repeler a las criaturas; las arañas, con corazas menos desarrolladas, eran susceptibles a los ataques de sus espadas y caían heridas a sus pies, incapacitadas. Pero lo que carecían en resistencia lo compensaban con simple cantidad, abalanzándose una tras otra contra los guerreros; inevitablemente, algunas de ellas eran capaces de penetrar sus defensas y los atacaban con sus filosas garras, sacándoles sangre.

El inicio del fin de su resistencia, sin embargo, llegó con la forma de un aguijón. Flanqueado por las criaturas, Keon fue incapaz de evadir a una de ellas, y con ello recibió en el brazo la sustancia maldita que anteriormente le había paralizado por completo. Aún tuvo la suficiente fuerza para usar el arma contra el ser que le había envenenado, pero el daño estaba hecho. La cantidad de veneno que le fue inyectado no era lo suficiente potente para dejarle paralizado por completo, aunque sí para entorpecerle y hacerle caer víctima de más ataques por parte de los arácnidos restantes. Conforme fue inyectado por más de las criaturas, inevitablemente cayó inerte al suelo con un golpe seco, incapaz de moverse.

Las arañas restantes le ignoraron a partir de ese momento, dejándole tirado y sumándose a aquellas que atacaban a Mandek. Boca abajo en el piso, con la cabeza de lado, Keon observó el breve combate en el que el experimentado guerrero era abrumado hasta que él, también, cayó víctima del veneno de aquellos seres.

“¡No... otra vez! ¡Esta vez no, criaturas infernales!” gritó el guerrero, cayendo primero de rodillas y después de frente. Los arácnidos, como antes habían hecho al paralizar a Keon, detuvieron su ataque. Muchas de ellas, las más pequeñas en el grupo, inmediatamente se dispersaron, trepando por los árboles por los que habían aparecido, pero las más grandes entre ellos se mantuvieron en el área, encarándose entre sí.

Repentinamente, las pocas arañas que quedaban se abalanzaron entre sí. Keon no podía ver exactamente lo que pasaba desde su punto limitado de visión, pero alcanzaba a ver algunas de las arañas peleando entre sí. Se atacaban de forma viciosa, usando sus garras para cortar a las demás, chillando y haciendo más temibles ruidos. El combate fue breve y brutal, sólo paró cuando una sola de las arañas adultas quedó en pie.

El arácnido restante, herido, se acercó a Mandek. El joven guerrero podía verlos aunque no podía moverse para ayudarle, vio al arácnido alzar una de las garras e imaginó que vería la muerte de su compañero, pero en realidad aquella criatura comenzó a rasguñarle la armadura y vestimentas de Mandek, haciéndolas jirones hasta exponer su piel desnuda al bosque. Ya estaba familiarizado con aquel proceso, lo había intentado olvidar pero ahora le tocaría ser testigo de alguien más siendo víctima del mismo. O al menos eso era lo que creía.

Mandek, por su parte, bufaba y lentamente giraba el cuello para mirar a su acompañante, algo que a éste le sorprendió siendo que él era totalmente incapaz de moverse. Hicieron contacto visual, y con esfuerzo Mandek le habló.

“No... no me mires... por favor, no me mires...” Las palabras le salían con dificultad, no sólo por la parálisis sino por el orgullo que debió tragarse para decirlas. Nunca creyó que escucharía a aquel guerrero rogar. No podía, sin embargo, respetar su deseo: se sentía hipnotizado por la escena frente a él y no era capaz de desviar la mirada. La criatura, por su parte, alzó el abdomen hasta que el aguijón apuntó a la parte trasera de su víctima, y comenzó, casi con delicadeza, a puntear con ella en las nalgas ahora expuestas del guerrero; no penetraba su piel, pero parecía buscar un lugar apropiado para colocarse. Cuando finalmente pareció dar con su objetivo, la criatura movió de forma violenta su abdomen hacia adelante, penetrando con el aguijón la piel en algún punto que Keon no alcanzaba a ver. De la garganta de Mandek quiso escapar un grito, pero ningún sonido salió de ella. La luz escapó de sus ojos y el otro comprendió se había desmayado.

El arácnido se quedó en su posición por varios momentos, inmóvil. El aguijón seguía perdido en alguna parte del guerrero, y el otro se preguntaba si le estaría terminando de envenenar para terminar con su vida. Así continuó por varios instantes más, hasta que retrocedió, sacando el aguijón de su cuerpo inerte; del aguijón le escurría un líquido viscoso. El arácnido le encaró, y supo que había llegado su turno.

Como había hecho con el otro, el arácnido no tardó tiempo en comenzar a desagarrarle y cortarle la armadura que portaba. Sabiendo que era fútil, el guerrero intentó mover aunque fuese una de sus extremidades sin resultado alguno, no iba a quedarse inerte mientras era víctima nuevamente. La criatura acabó destrozando la armadura a tal punto que sería inservible, y la tela bajo esta corrió una suerte similar. Indefenso, con la piel al aire libre, los recuerdos de aquel terrible día le atormentaban nuevamente; necesitaba moverse, tenía que hacerlo, no podía pasar por lo mismo una vez más, no podía...

La criatura, posicionada arriba de él, dobló el abdomen y, guiado por su aguijón, lo coloco suavemente en las nalgas de Keon. Buscaba algo en particular, movía el aguijón a lo largo de la piel siempre con cuidado de no perforarla; se detuvo cuando el aguijón llegó a tocar lo que se ocultaba entre las nalgas del guerrero, aquella cubierta pegajosa que se le había colocado en el ano como si fuese un tapón. Con un movimiento brusco, guió al aguijón a aquel tapón, destrozándolo al hacerlo. Keon gimió, y habría gritado con todas sus fuerzas de haber sido capaz de hacerlo. A la mente le vino la comparación del himen de una chica virgen, destrozado por primera vez al perder la virginidad.

Una vez con el aguijón adentro, un líquido proveniente de él comenzó a llenar las entrañas. De haberse tratando de un mamífero habría pensado que le orinaba en su interior, pero siendo un ser como este desconocía por completo sus intenciones. Aquel líquido le llenó por dentro hasta que estuvo completamente lleno, y sólo entonces paró aunque no sacó el aguijón. La araña se mantuvo en su posición por varios momentos más, quieta. Keon deseaba que él también se hubiera desmayado del dolor, en lugar de seguir consciente de toda esa injuria.

Finalmente salió de su interior con un sonido húmedo. La sustancia, viscosa y ahora coagulada, se mantuvo en su interior, aunque un poco de ella salió escurriéndole por el ano, mezclado con una poca de su sangre. Agotado, cerró los ojos... no había sido tan terrible como el incidente anterior, aunque había sido similarmente terrible. La criatura, por su parte, corrió a la profundidad del bosque y desapareció sin mayor incidente.

El ataque no había sido como el anterior... ¿por qué aquellas criaturas le habían atacado en dos ocasiones, y seguía aún con vida? ¿Qué objetivo tenía aquello? Durante las horas que duró su parálisis reflexionó sobre ello, pensó en aquellas las esferas que se le habían introducido, aquel tapón, y la sustancia que en ese momento yacía en sus entrañas, pero sin saber nada de los criaturas contra las que luchaba más que sus habilidades en combate, la razón de todo escapaba de él.

Como antes había pasado, la movilidad regresó a sus extremidades poco a poco, empezando por los brazos. Se tocó cautelosamente en el lugar en donde había recibido aquel aguijón, y comprobó que la obstrucción había sido removida por completo; intentó remover algo de aquella sustancia en su interior, pero aún esta adolorido, por lo que en su lugar se arrastró hasta donde Mandek yacía tirado, y comprobó que seguía con vida aunque aún inconsciente. En cierta forma le envidiaba, y una parte de él se alegraba que no haya sido testigo de su propio ataque.

Para cuando pudo ponerse en pie, habían comenzado a darle dolores estomacales. Con cuidado se puso de pie, apoyándose contra la corteza de un árbol y agarrándose del abdomen, hinchado. Las piernas, temblorosas, apenas soportaban su peso, por lo que se movía con cuidado. Los calambres en el estómago, sin embargo, le mantenían doblado del dolor, y finalmente tuvo que ponerse de cuclillas, agarrado de una rama baja de un árbol.

Su cuerpo entero estaba cubierto de sudor. El dolor en su interior le abrumaba, no podía pensar, quería alivio. Algo en él se movía, podía sentirlo en sus entrañas, era la causa de su dolor. Jadeando, agarró la rama con fuerza y comenzó a hacer esfuerzos por expulsar aquello que tenía en el interior, moviéndose a través de él. En la posición que estaba, su ano comenzó a ensancharse, más y más y más, algo blanco y duro comenzaba a asomarse a través de él. Gimiendo, el guerrero rogó por alivio, pero aquello era tan grande que le lastimaba al intentar salir, estaba forzado al límite para intentar expulsarlo. Su ano siguió dilatándose, obligándose a abrirse para permitirle la salida a aquel objeto, hasta que finalmente, y con un gran quejido, cayó pesadamente en el duro suelo. El alivio que sintió Keon no duró mucho tiempo, puesto que los dolores estomacales volvieron inmediatamente.

El proceso se repitió, y en cierta forma fue aún más doloroso para el guerrero. Con cada esfera blanca que expulsaba, gemía y bufaba, deseando que todo acabara; él, experimentado a sentir el dolor de un golpe en la cara o una cortada en el cuerpo, ahora sentía un dolor diferente que venía de su interior, dolor que le provocaba aullar y le sacaba lágrimas. Cuando la última de aquellas esferas salió de su culo, cayó rendido al frente, escurriendo de la nariz y con surcos de lágrimas en el rostro. Su trabajo como portador finalmente había acabado.

Al abrir Keon los ojos vio que ya era la mañana siguiente. La vida en el bosque continuaba como siempre había sido, escuchaba los usuales animales y no veía evidencia del ataque del día anterior; a su alrededor se encontró aquellas esferas blancas y perfectamente redondas que había expulsado antes de caer rendido, pero cada una de ellas presentaba una abertura que parecía haber sido provocada del interior; aquellos cascarones, sin embargo, se encontraban vacíos en el interior, por lo que no pensó más en ello.

A pesar de que buscó en los alrededores, no encontró tampoco rastro de Mandek. En donde él había estado sólo estaban cascarones idénticos a los que había encontrado a su alrededor al despertar, pero nada del guerrero. Pensó que sería lo mejor, no quería tener que hablar de lo ocurrido.


Haciendo un nudo en su cadera con los trozos de tela que aún tenía para vestirse, Keon tomó sus armas y continuó su camino. No miró atrás para ver aquello que dejaba. 

Wednesday, April 13, 2016

El Guerrero

Con un horrible chillido, la criatura cayó en la distancia.

Keon se hizo paso a través del bosque lo más rápidamente que pudo, arco aún en mano. El sonido que había escapado de la criatura debía haberse oído a gran distancia, y además no estaba completamente seguro que había sido herida de muerte; iba a necesitar al menos un pedazo de sus alas si quería cobrar la recompensa y no le haría nada de gracia si alguien más se le adelantara a ello, o si algún otro ser carroñero se hacía de ella.

Titubeo un momento ante el oscuro camino frente a él. Los árboles, cada vez más frondosos, apenas dejaban pasar un poco de luz del exterior en esa área tan profunda; no solía adentrarse tanto en el bosque como estaba haciendo ahora debido a los seres que ahí habitaban, pero sabía que el guiverno no debía haber caído mucho más lejos. Decidió que el riesgo valdría la pena, y de cualquier manera sólo se adentraría un poco para buscar al monstruo herido.

Casi inmediatamente dio con aquella criatura malherida, guiado por su débil llanto; se encontraba postrada entre las ramas de un gran árbol, sangrando copiosamente de las heridas de flecha que le había provocado; algunas de éstas aún se encontraban incrustadas en su escamosa piel. Giró la cabeza en dirección a Keon y le siseo de forma amenazante, pero no se movió de otra forma.

Keon tomó una flecha de su carcaj y apuntó a la cabeza de la convaleciente criatura. Se tomó su tiempo para afinar su puntería, y la flecha encontró su blanco justo en el cráneo del guiverno, acabando en un instante con su agonía.

El guerrero guardó el arco, ajustándolo contra su espalda, y se preparó para trepar el árbol. El grosor del tronco hacía que la subida no fuera sencilla, no había mucho lugar del cual aferrarse de forma natural por lo que tuvo que hacer uso de sus herramientas para ayudarse a subir; trepaba a menor velocidad de lo que le hubiese gustado, pero era necesario para evitar correr el riesgo de caer.

Una vez arriba de la rama en la que su presa se encontraba hizo uso de uno de sus cuchillos para cortar una de las alas de la criatura; pese a ser uno de los más afilados que tenía, apenas era suficiente para traspasar a través del correoso material, se le dificultaba penetrar la piel del guiverno. Enfrascado en su tarea, tratando de acabar con ella para salir del área lo antes posible, cometió el frecuentemente fatal error de no prestar atención a sus alrededores, algo que le ha valido la vida a mejores guerreros que él. Para cuando se daría cuenta del peligro que se cernía sobre él ya sería demasiado tarde.

La primera señal que Keon tuvo de que algo no estaba bien fue el silencio a su alrededor. Se detuvo a mitad de desgarrar el ala y se mantuvo quieto, escuchando, o mejor dicho no escuchando, los sonidos del profundo bosque. No había ya cantos de pájaros ni aullidos de bestias cercanas, el silencio era innatural en un área como en la que se encontraba. Procurando no mover el cuerpo, miró a sus alrededores buscando algo de movimiento, y por primera vez vio algo que había fallado en notar en las ramas del árbol: en algunas de ellas colgaban finos hilos blancos casi invisibles cuando eran mirados desde ciertos ángulos. Alzando la vista, pudo ver que estos hilos caían de las copas del árbol, y en la parte superior, apenas visible detrás de la gran frondosidad del árbol, estaba cubierta por una gran cantidad de telarañas, dando la apariencia de que una gran capa de nieve había caído en ellas.

Buscando controlar su respiración, Keon guardó el cuchillo en una de las bolsas laterales del zurrón y comenzó a alejarse de la presa poco a poco, buscando hacer la menor cantidad de ruido posible al acercarse al tronco. Conocía ese tipo de telarañas, y la criatura que generalmente merodeaba detrás de ellas; había ido a meterse directamente a la boca del lobo, no se trataba de ningún arácnido normal y ciertamente no valía la pena arriesgar la vida por la recompensa que le darían.

Pegó la espalda contra el tronco, y sin mirar comenzó a sacar las herramientas que había usado para treparlo. Le interrumpió en su tarea la suave caída de un fino hilo de aquella telaraña, reluciente al sol; poco a poco alzó la cabeza, y directamente encima de él, a diez metros de altura y aferrada al tronco del árbol, vio un enorme arácnido que le contemplaba con sus ocho ochos. Tomando firmemente un par de los ganchos que usó para trepar, Keon se aventó del árbol.

Frenó su descenso usando los ganchos contra la corteza del árbol, pero a pesar de ello cayó con gran pesadez; no se dio tiempo para revisar si se había lastimado, y en cuanto estuvo en el suelo rompió a correr en dirección al área más iluminada del bosque, contando con la esperanza de que aquel ser no le daría persecución. Pronto se dio cuenta que sus deseos no se cumplirían, podía escuchar detrás de él un horrible sonido de patas moviéndose en su dirección a gran velocidad, y lo que era peor, estas iban ganando terreno a cada segundo. A pesar de ello no miró para atrás.

Un gran golpe le lanzó a un costado, azotándolo contra un árbol y sacándole el aire al harcerlo. Frente a él se encontró con la horrible criatura, un ser arácnido de cuerpo peludo y completo color negro excepto por sus ocho ojos rojos, relucientes en la penumbra del bosque. Sus dos metros de altura le daban un aspecto impactante, más aún cuando alzaba las patas delanteras en actitud agresiva. Keon, dándose cuenta que no podría huir de ella, se puso trabajosamente de pie y desenvainó su espada, preparándose para el combate.

Los dos oponentes se contemplaron, cada uno esperando una reacción del otro. La enorme araña fue la primera en reaccionar, abalanzándose contra su contrincante a sorprendente velocidad. Este esquivó el placaje y aprovechó para atacarle en un costado, pero el arácnido reaccionó de forma más veloz de lo que tenía planeado, dejando caer una de sus múltiples patas en el cuerpo del guerrero; la garra curva y afilada al final de la pata hizo una cortada en el pecho de Keon, penetrando su armadura de cuero y dejando una línea roja en su blanca piel. Las garras eran más afiladas de lo que originalmente había pensado, y las patas más resistentes también: pese a recibir un golpe directo de la espada en una de éstas apenas y le había dejado marca alguna, la quitina de la que estaban recubiertas le protegía de todo golpe con excepción de los más severos. Keon cambió su postura, re-dirigiendo sus ataques al cuerpo peludo y considerablemente más suave de la criatura, y se lanzó al ataque nuevamente.

Cuando el gran arácnido se abalanzó nuevamente sobre él, estaba listo para recibirlo con un ataque por debajo de su cuerpo. Otras garras le cayeron encima provocándole múltiples cortadas en el cuerpo, pero se obligó a sí mismo a ignorarlas en su búsqueda de un punto sensible para atacarle. El agacharse debajo de la bestia le ponía en una posición muy vulnerable, pero también le permitió acceso a la parte más suave de ella; en momento en que la araña alzó las patas delanteras, exponiéndose, Keon empuño el arma con ambas manos y dio una estocada que penetró a la criatura. Ésta soltó un chillido infernal, y de la herida brotó una sustancia verde y viscosa. No soltó el arma, esforzándose por introducirla más en el interior del ser, pero ésta torció su abdomen y le atacó con el gran aguijón en su extremo trasero. Tanteo violentamente y a ciegas, intentando acertar a su oponente, pero Keon, enfrascado en la lucha, no logró evadirlo para siempre y eventualmente él también fue penetrado por su oponente. Ambos contrincantes mantuvieron su posición, el impasse entre ambos significaba que el primero que soltara al otro sería el perdedor, pero la monstruosa araña tenía una ventaja sobre el humano: con aquel aguijón comenzó a bombear veneno que circuló por las venas del guerrero hasta paralizarlo.

El veneno no surtió efecto de inmediato. El primer síntoma que llegó a tener fue un hormigueo en las extremidades del cuerpo, seguido por una pérdida de fuerza en el agarre que eventualmente le hizo soltar la empuñadura de la espada, dejando el arma clavada en el torso de la araña. Sus brazos cayeron inertes a sus costados; no podía alzarlos, moverlos significaba ahora un esfuerzo sobrehumano para él. Trastabillando, dio un par de pasos atrás, pero sus piernas también comenzaron a volverse pesadas, como si estuviesen hechas de plomo. Muy pronto no fueron capaces de soportar su propio peso, sus rodillas cedieron y cayó de frente al duro suelo como un muñeco de títere al que le han cortado las cuerdas.

Con la cara pegada al suelo no alcanzaba a ver nada más que las hojas secas que cubrían el suelo del bosque. Su cuerpo entero no respondía a sus intentos de moverse, no era capaz de al menos alzar la cabeza o de arrastrarse por el suelo como un gusano. Se preguntó si así es como acabaría todo, y se sorprendió de la calma que sentía al contemplar semejante escenario.

Una de las patas de la araña entró a su rango de visión. La criatura se había puesto directamente encima de él, una posición inusual si acaso se disponía a comer. Quizá, pensó para sí, lo guardaría como almuerzo para otra ocasión, lo que le daría la oportunidad de escapar si el veneno salía de su torrente sanguíneo.

A pesar de estar paralizado aún tenía sensibilidad en el cuerpo, por lo cual se dio cuenta cuando la criatura comenzó a rasguñarle en la parte trasera de su armadura. Lo hacía con sorprendente delicadeza, no aparentaba buscar destriparlo o desentrañarlo, aunque con sus afiladas garras lo podría haber hecho con gran facilidad. Los constantes arañazos comenzaron a destrozar la armadura de cuero, y las delgadas vestiduras de lana debajo de estas fueron hechas jirones en un instante; su espalda también recibió algunos de los arañazos, pero por suerte para él apenas fueron suficientes para sacarle un poco de sangre. La araña continuó escarbando con una pata, haciendo a un lado la destrozada armadura, y no dejó de hacerlo hasta no quedó nada de la misma en toda la parte trasera de su cuerpo, dejando expuesta la piel desnuda del guerrero. Keon se preguntó nuevamente las intenciones de aquel ser.

Fuera del rango de visión de Keon, un nuevo apéndice surgió de un lugar cercano al aguijón de la monstruosa criatura. Se trataba de una membrana carnosa de color oscuro con forma de tubo delgado, con apenas un centímetro de diámetro. El apéndice salió del torso del gran arácnido, expendiéndose en longitud más y más, y moviéndose ciegamente por sus alrededores, buscando su objetivo. Finalmente llegó a tocar con la punta la pantorrilla del guerrero caído en batalla, y comenzó a recorrer la pierna, dejando tras de sí una babosa sustancia; esto no pasó desapercibido para Keon, quien se asqueo al sentir tan desagradable sensación. Una vez más intentó moverse, sin éxito alguno.

La membrana, por su parte, subía lentamente por la pantorrilla, percibiendo con sus primitivos sentidos una fuente de calor en el cuerpo de su presa. Conforme se acercaba al área del trasero, la sensación iba en aumento, y al subir por los enormes montículos de carne encontró finalmente su objetivo, un lugar con la temperatura apropiada para la incubación. El delgado apéndice de la araña se hizo paso serpenteando entre las nalgas del guerrero hasta encontrar lo que buscaba: la apretada abertura del guerrero, totalmente virgen al toque ajeno. Con firmeza, se pegó a la oscura entrada y lento pero seguro se empezó a hacer paso entre los pliegues anales, introduciéndose a través del ano de su víctima a su cuerpo. Keon sentía la extraña sensación del delgado objeto haciéndose paso por su interior, le provocaba un curioso cosquilleo aunque no le lastimaba gracias a su flexibilidad e insignificante grosor. Aún así, estaba alarmado por las acciones de aquella bestia. Nada bueno para él saldría de esto.

A sus espaldas, dicha bestia se preparaba. Ahora que había hecho contacto directo y había hecho conexión con el área adecuada para su carga, continuó con la siguiente parte del proceso que había comenzado. El extremo de la membrana que aún estaba pegada a su abdomen pareció inflarse, estirando el flexible material a su máxima capacidad; una bola, de un tamaño similar al de un puño humano, pudo apreciarse en la carnosa membrana, haciéndose paso a lo largo del camino con extrema dificultad. Se acercaba a la víctima que, yaciendo boca abajo en el piso, de nada de lo que ocurría estaba enterado.

Finalmente aquella bola llegó hasta el lugar en donde aquel conducto se perdía entre las entrañas del guerrero. Keon comenzó a sentir que el tubo, hasta ahora delgado y fácilmente soportable, comenzaba a ensancharse, forzando a las paredes anales abrirse más y más. Su esfínter, como el resto de su cuerpo, no le respondía y relajado como estaba no puso gran resistencia al intento de aquel objeto foráneo de invadirle; a pesar de ello, fue con gran dificultad que la bola se podía forzar a entrar. Si la esfera había tenido problemas para moverse a través del conducto, lo tuvo en mucha mayor medida al intentar hacerse paso por el anillo anal de aquel hombre.

Keon comenzó a sudar frío. En los años que llevaba como aventurero y mercenario nunca había escuchado de algo como esto, conocía los hábitos de cientos de criaturas y bestias, había prestado gran atención a los relatos de otros como él y se había entrenado para enfrentar cualquier situación, pero nunca nada como esto. No sabía lo que aquella bestia le estaba haciendo y, la verdad sea dicha, ello le provocaba un sentimiento que creía haber olvidado: el miedo.

A base de constante presión, el camino de la esfera se fue ensanchando. El ano se fue haciendo cada vez más grande, provocando un gran dolor en Keon; en el punto más ancho de la bola sintió que no sería capaz de soportarlo por mucho tiempo más, le parecía que se desgarraría del esfuerzo, pero la sensación sólo duró un momento: como si se tratara de una boca hambrienta su ano terminó de recibir aquella bola y se cerró tras ella. Aún sentía con gran dolor a aquel pulsante invasor moverse de a poco en su interior, las paredes anales se ensanchaban en su interior para hacerle paso pero ya no le pesaba tanto como fue la entrada. Respiró aliviado de que al menos eso había pasado ya, sin saber que otras bolas como esa se hacían paso ya por el ducto, camino al mismo destino que la primera.

La segunda esfera en intentar entrar tuvo dificultades en menor medida, producto de que tanto la membrana como el esfínter se habían estirado ya para aumentar su máxima capacidad. Sin embargo, su ano se encontraba adolorido aún, y al sentir que nuevamente algo ejercía presión para entrar en él deseo haberse desmayado. Temía volver a tener aquellas sensaciones, no quería volver a experimentarlo, pero ahí estaba nuevamente un objeto foráneo en su entrada, ejerciendo presión, presión, presión... se sentía a reventar, su culo no podía abrirse tanto, un dolor agudo... y de pronto, aquel redondo objeto se encontraba ya en su interior, avanzando hacia su interior a un destino desconocido como lo hizo la anterior.

A la segunda esfera le siguió otra, y otra, y otra más. Aquellos objetos se movían por el ducto con cada vez mayor facilidad, pero todos por igual se atoraban en la entrada del esfínter anal, en donde debían ejercer mayor presión y finalmente lograban entrar con algo de esfuerzo. Invariablemente, el esfínter se cerraba tras ellos, como si los devorara, y también sin falla le provocaba un punzante dolor al guerrero. Cada vez que sentía uno de aquellos invasores acercarse comenzaba a sudar más copiosamente, deseando que el momento pasada; no dejó de resentir el paso de cada uno de aquellos objetos ni siquiera con el último de ellos.

Con la última de aquellas esferas a salvo en el interior del humano, el arácnido comenzó a extraer el apéndice de manera veloz, retrayéndolo a su abdomen. Keon sintió una sensación de quemazón al salir éste de la abertura que acababa de violar, dejando tras de sí un líquido baboso que escurrió por su perineo. Se detuvo en la entrada del guerrero, y de la punta comenzó a excretar una pegajosa sustancia que le provocaba ardor e irritación. Cuando dio por terminado su trabajo final, el apéndice acabó por desaparecer en algún lugar del abdomen de la criatura, invisible como lo había sido en un principio.

Lo único que alcanzó a ver Keon, tirado aún boca abajo en el piso, fueron las patas de la araña desaparecer de su rango de visión, y el sonido del ser mientras se alejaba. No podía creerlo: contra todo pronóstico había sobrevivido la experiencia de pesadilla, aunque aún no podía decir que estaba fuera de peligro: se encontraba aún paralizado y a merced de las criaturas del bosque. Con esfuerzo llegó a mover las puntas de los dedos, y un par de horas después ya podía arrastrarse, si no bien caminar.


La noche había caído cuando pudo salir del área más profunda del bosque, cojeando y apoyándose en su arco. Su armadura había quedado absolutamente destrozada, sólo le quedaban pedazos que le colgaban del frente, y no había sido capaz de encontrar la espada que había clavado en la criatura (aunque, la verdad sea dicha, no había hecho mucho por buscarla). Con temblorosa mano se tocó el lugar en donde había sido atacado por el ser, e hizo una mueca de dolor: el anillo anal estaba magullado e híper-sensible, y se mantenía totalmente pegado entre sí por una sustancia pegajosa. Sus intentos por arrancarla fueron infructuosos: el material estaba firme y dolorosamente pegado a la abertura anal, bloqueando el acceso y manteniendo a su culo estrechamente cerrado. Se rindió en la tarea y continuó en su camino para salir del bosque. Ya se ocuparía de ello después.